La condena de un ángel
I
En
la noche del 7 de febrero de 1677, un misterioso hombre cruzó la Plaza del
Rossio, en la ciudad de Lisboa, en medio a una gran tormenta de lluvias y
truenos. Era un hombre de mediana edad, vestía una larga capa negra y llevaba
un sombrero chambergo que goteaba copiosamente por las alas, las cuales le
tapaban el rostro, ya bastante difícil de discernir por la oscuridad.
Con
pasos vigorosos, sus pesados borceguíes iban dejando huellas bien marcadas en
el lodo arenoso de la plaza. Sin embargo, lo que llamaba más la atención era el
liviano bulto que cargaba debajo del brazo y que la capa cubría casi por
completo.
Pasó
frente al conocido Hospital de Todos-os-Santos, y se dirigió hacia una casa,
contigua al austero Palacio de los Estaus, ubicada precisamente en una esquina.
Era
una edificación de dos pisos, grande, vistosa, y con un escudo toscamente
esculpido en granito, que figuraba al lado de la puerta principal, lo que
denotaba que en ese lugar residía alguien de excelso abolengo.
Una
débil luz se escapaba de una ventana, quizás proveniente de una delgada vela,
la cual seguramente acompañaría el sueño profundo de alguna persona. Entonces,
aprovechando que nadie lo observaba, el hombre depositó el bulto, transportado
en una cesta, y lo dejó muy cerca de la puerta de madera de aquella casa.
Llovía
y era un riesgo dejar semejante encargo allí a la intemperie. Quizás para
sentir algún tipo de consuelo moral, el mencionado hombre balbució una corta
plegaria, destapó la pequeña cesta donde reposaba el cuerpecito de un recién nacido,
dio gracias al Altísimo y con los dedos trémulos de su mano derecha acarició
por última vez la faz tibia del niño. Algunas lágrimas resbalaron por sus mejillas
y se mezclaron con las gotas de la lluvia que iban cayendo de su sombrero. Entonces,
dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.
El
niño misterioso quedó allí hasta que las pesadas campanas de las iglesias
despertaron la ciudad y la feligresía del populoso vecindario saliera. Una esclava abrió la puerta y halló la criatura envuelta en sábanas
blancas, llorando por hambre.
Esa era
la casa del inquisidor general del reino de Portugal, don Veríssimo de
Lencastre.
Aquella
mañana grisácea, al levantarse de la pesada cama de ébano, el inquisidor fue
sorprendido con la noticia de que un diminuto niño había sido dejado frente a
la puerta de su casa. ¿Cómo se atreven a abandonar un recién nacido? ¿Qué
pensará la gente más selecta de la ciudad? ¿Qué dirá el pueblo llano de Lisboa?
Seguramente dirán que esa criatura es su hijo. ¿Conocerán que el inquisidor es
dado a la sodomía, rechaza las mujeres como los buenos frailes a Satanás, ignora
el olor de las hembras, y se deleita en el cuerpo de los varones? Este es el inquisidor
general del reino, el hombre que debe juzgar la herejía, la hechicería, los
pecados contra natura y todo lo malo que crece como hierba mala.
El inquisidor
se levanta en la mañana para entregarse a fervientes rezos, a la meditación de
sus lecturas y a planificar su ocupado día de labores. Cuatro esclavos bantúes
lo llevan en una portentosa litera hasta la vieja catedral de la ciudad. Cuando
se cansa de fustigar a los demás sacerdotes, con inspecciones tediosas y falsos
sermones, se pasea por los distintos monasterios donde han entrado
los jóvenes que aspiran a convertirse en monjes. Puede ser que alguno de ellos
le agrade y él se deje llevar de amores por un jovenzuelo que acceda a
convertirse en su amante secreto. Ojalá nadie descubra lo que todos saben, el inquisidor
es sodomita y hay quienes susurren que el primero que debiera arder en las
hogueras del Santo Oficio es precisamente él, el inquisidor.
Sea
como sea, la aparición de un niño recién acabado de llegar al mundo puede ahuyentarle
la fama que pesa sobre su cabeza. Por lo menos, la muchedumbre podrá pensar que
esas difamaciones y dudas sobre su virilidad son falsas y así se disiparían
cuando supieren que él, Veríssimo de Lencastre, también sabe sembrar bastardos
en vientres de mujeres. Aunque no faltará los que digan que un vicario de la
Santa Madre Iglesia también debería vivir una vida casta. Seguramente un hijo
natural es pecado y abominable ante los ojos del Altísimo.
En
fin… este niño, envuelto en sábanas blancas, contiene un misterio, una
bendición y un puñado de sentimientos confusos. La criaturita sonríe cuando se
le acerca, llora de hambre cada dos horas y ha sido necesario que se le llame una
ama de leche para alimentarlo, una negra de raza angoleña y de pechos generosos.
De aquellos pezones gruesos y oscuros será amamantando el supuesto hijo
bastardo del inquisidor.
“Habrá
que pensar en un nombre cristiano y en un destino digno para el niño”, pensó el
inquisidor.
No
se hablaba de otra cosa en las plazoletas, en las tabernas cercanas al río, en
el Palacio de los Estaus, en la Ribeira
y en los monasterios de Lisboa; y el inquisidor se sentía, en el fondo de los
fondos, satisfecho con la llegada del sibilino niño. Unos pocos días se le
bautizó en la Catedral de Lisboa con el nombre de Jesús Trindade, siendo el
padrino el mismísimo inquisidor general, don Veríssimo de Lencastre.
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