PRÓLOGO
Lisboa, 5 de Diciembre de 1577
Una luminosidad corta la oscuridad profunda de mi ciudad y dibuja un
sable color fuego en la inmensidad del cielo. Desde mi ventana lo veo y lo
busco plasmar en la superficie áspera del papel. La mecha de la vela sigue
ardiendo a mi lado, su luz se refleja en el vacío de la habitación. Allá bajo,
la ciudad se pierde en un entramado de calles y callejuelas por las cuales camino
desde aquel bendito día que mi padre postizo, fray Luis de Ataíde, me llevó de
la mano y me señaló con gusto religioso la serie de iglesias y capillas que,
desde siempre, han brotado en el suelo accidentado de Lisboa como hongos que se
acogen a la humedad de una roca. La verdad es que la llegada de un astro color
fuego, que por la noche rompía la negritud del cielo lisbonense, estimulaba aún
más la prédica de catástrofes inevitables que, según los profetas de la
desgracia, estarían prestos a caer al suelo, tal cual brutal hecatombe.
Pero algunos años atrás, precisamente antes de que las agonías se
acercasen tanto a la vida plácida que poseía, seguía yo paseando por esa ciudad
laberíntica acompañado por la figura paternal de Luis de Ataíde quien me
protegía como un frondoso olmo.
Más tarde, cuando el bozo ya empezaba a despuntar por debajo de mi
nariz, completamente solo e involucrado con mis pensamientos y sueños secretos,
comencé a deambular por las tabernas de la zona baja, perdiéndome por entre los
marineros y hombres de mar que gustosamente me narraban cuentos fantásticos
que, a su vez, parecían regalarme alas.
Entonces, yo, con mi imaginación, me lanzaba
del punto más alto de la Alcazaba Real, en las cumbres de Lisboa, y me perdía
en el horizonte, buscando esas playas de arenas rosadas, esas montañas
tan altas como la antigua Torre de Babel y esos palacios que estarían
repletos de riquezas tan refulgentes que solamente con mirarlas cualquier
humano quedaría ciego.
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