terça-feira, 6 de fevereiro de 2018

LA CONDENA DE UN ÁNGEL (CAPÍTULO 1)



La condena de un ángel



I

En la noche del 7 de febrero de 1677, un misterioso hombre cruzó la Plaza del Rossio, en la ciudad de Lisboa, en medio a una gran tormenta de lluvias y truenos. Era un hombre de mediana edad, vestía una larga capa negra y llevaba un sombrero chambergo que goteaba copiosamente por las alas, las cuales le tapaban el rostro, ya bastante difícil de discernir por la oscuridad.
Con pasos vigorosos, sus pesados borceguíes iban dejando huellas bien marcadas en el lodo arenoso de la plaza. Sin embargo, lo que llamaba más la atención era el liviano bulto que cargaba debajo del brazo y que la capa cubría casi por completo.
Pasó frente al conocido Hospital de Todos-os-Santos, y se dirigió hacia una casa, contigua al austero Palacio de los Estaus, ubicada precisamente en una esquina.
Era una edificación de dos pisos, grande, vistosa, y con un escudo toscamente esculpido en granito, que figuraba al lado de la puerta principal, lo que denotaba que en ese lugar residía alguien de excelso abolengo.
Una débil luz se escapaba de una ventana, quizás proveniente de una delgada vela, la cual seguramente acompañaría el sueño profundo de alguna persona. Entonces, aprovechando que nadie lo observaba, el hombre depositó el bulto, transportado en una cesta, y lo dejó muy cerca de la puerta de madera de aquella casa.
Llovía y era un riesgo dejar semejante encargo allí a la intemperie. Quizás para sentir algún tipo de consuelo moral, el mencionado hombre balbució una corta plegaria, destapó la pequeña cesta donde reposaba el cuerpecito de un recién nacido, dio gracias al Altísimo y con los dedos trémulos de su mano derecha acarició por última vez la faz tibia del niño. Algunas lágrimas resbalaron por sus mejillas y se mezclaron con las gotas de la lluvia que iban cayendo de su sombrero. Entonces, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad.
El niño misterioso quedó allí hasta que las pesadas campanas de las iglesias despertaron la ciudad y la feligresía del populoso vecindario saliera. Una esclava abrió la puerta y halló la criatura envuelta en sábanas blancas, llorando por hambre.
Esa era la casa del inquisidor general del reino de Portugal, don Veríssimo de Lencastre.
Aquella mañana grisácea, al levantarse de la pesada cama de ébano, el inquisidor fue sorprendido con la noticia de que un diminuto niño había sido dejado frente a la puerta de su casa. ¿Cómo se atreven a abandonar un recién nacido? ¿Qué pensará la gente más selecta de la ciudad? ¿Qué dirá el pueblo llano de Lisboa? Seguramente dirán que esa criatura es su hijo. ¿Conocerán que el inquisidor es dado a la sodomía, rechaza las mujeres como los buenos frailes a Satanás, ignora el olor de las hembras, y se deleita en el cuerpo de los varones? Este es el inquisidor general del reino, el hombre que debe juzgar la herejía, la hechicería, los pecados contra natura y todo lo malo que crece como hierba mala.
El inquisidor se levanta en la mañana para entregarse a fervientes rezos, a la meditación de sus lecturas y a planificar su ocupado día de labores. Cuatro esclavos bantúes lo llevan en una portentosa litera hasta la vieja catedral de la ciudad. Cuando se cansa de fustigar a los demás sacerdotes, con inspecciones tediosas y falsos sermones, se pasea por los distintos monasterios donde han entrado los jóvenes que aspiran a convertirse en monjes. Puede ser que alguno de ellos le agrade y él se deje llevar de amores por un jovenzuelo que acceda a convertirse en su amante secreto. Ojalá nadie descubra lo que todos saben, el inquisidor es sodomita y hay quienes susurren que el primero que debiera arder en las hogueras del Santo Oficio es precisamente él, el inquisidor.
Sea como sea, la aparición de un niño recién acabado de llegar al mundo puede ahuyentarle la fama que pesa sobre su cabeza. Por lo menos, la muchedumbre podrá pensar que esas difamaciones y dudas sobre su virilidad son falsas y así se disiparían cuando supieren que él, Veríssimo de Lencastre, también sabe sembrar bastardos en vientres de mujeres. Aunque no faltará los que digan que un vicario de la Santa Madre Iglesia también debería vivir una vida casta. Seguramente un hijo natural es pecado y abominable ante los ojos del Altísimo.
En fin… este niño, envuelto en sábanas blancas, contiene un misterio, una bendición y un puñado de sentimientos confusos. La criaturita sonríe cuando se le acerca, llora de hambre cada dos horas y ha sido necesario que se le llame una ama de leche para alimentarlo, una negra de raza angoleña y de pechos generosos. De aquellos pezones gruesos y oscuros será amamantando el supuesto hijo bastardo del inquisidor.
“Habrá que pensar en un nombre cristiano y en un destino digno para el niño”, pensó el inquisidor.
No se hablaba de otra cosa en las plazoletas, en las tabernas cercanas al río, en el Palacio de los Estaus, en la Ribeira y en los monasterios de Lisboa; y el inquisidor se sentía, en el fondo de los fondos, satisfecho con la llegada del sibilino niño. Unos pocos días se le bautizó en la Catedral de Lisboa con el nombre de Jesús Trindade, siendo el padrino el mismísimo inquisidor general, don Veríssimo de Lencastre.

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