segunda-feira, 5 de fevereiro de 2018

El ALMA LÍMPIDA (Capítulo 1)

El Alma Límpida

EL ALMA LÍMPIDA


I

Un día del año de 1538, como por arte de magia, uno de los cuervos que figuran en el escudo de la noble ciudad de Lisboa, se desprendió de la piedra caliza, donde se hallaba meticulosamente esculpido, y voló. El blasón coronaba una de las puertas de la ciudad y, sin que nadie se diera cuenta, alrededor de las tres de la tarde, cuando suenan todas las campanas de las iglesias, el cuervo cobró vida, estiró sus alas de un intenso plumaje negro y emprendió el vuelo.
Antes de desprenderse del escudo, movió el pico para todos los lados, tratando de orientarse en el mundo de los humanos. Ciertamente el cuervo huyó de allí, traspasado por el temor de que alguien se diera cuenta de tan mágico acontecimiento y con manos maliciosas lo atrapara para devolverlo a su lugar de origen. Por eso voló tan alto como si estuviese huyendo de aquella ciudad asentada en la margen de un ancho río que, visto desde las alturas, le pareció el cuerpo de una gigante serpiente de piel plateada.




Mientras el cuervo volaba, sintió el deseo de llegar al sol, una enorme esfera color fuego que el pájaro creyó que se hallaba colgada del cielo por un hilo de plata.
¡Qué locuras piensa este cuervo!
No obstante, después de haber volado tan alto, sintió que las alas se le empezaban a quemar bajo sus rayos dorados. Entonces miró hacia abajo y deseó refrescarse en el río que, de tan alto que el cuervo se encontraba, ahora se veía como una pequeña lombriz azulada. El ave decidió bajar con inusitada velocidad y se sumergió en un agua bamboleante que se movía al ritmo de plácidas olas.
Luego de refrescarse en el Tajo, el cuervo experimentó una gran alegría porque finalmente era libre en su ciudad. Sí, Lisboa era su ciudad y el cuervo le pertenecía, aunque lamentara que fuera sólo un elemento decorativo de un viejo escudo esculpido en piedra.
El otro cuervo que permanecía incólume dentro del escudo, en el extremo de la “Barca de San Vicente”, se había resignado a quedarse allí, en su sempiterno puesto de guardián. Ni siquiera se movió. Quizás tuvo miedo, tal vez no quiso enfrentarse el mundo de los hombres; el mundo que, desde la cima de la vieja puerta, se veía demasiado intrincado. Por allí han pasado mendigos, ancianos, niños descalzos, soldados listos para la guerra y conquistas, reyes montados en caballos enjaezados y clérigos envueltos en pardos hábitos.
No, ese mundo es demasiado difícil, pensó el otro cuervo.
El cuervo fugado, es decir, el cuervo de nuestra historia emergió de las aguas y sobrevoló la ciudad de punta a punta porque deseaba percibirla mejor. Era la primera vez que detallaba los rincones de Lisboa. Quería explorar las laberínticas callejuelas, las casas palaciegas, las míseras viviendas de los barrios pobres, los carruajes y caballeros que, en su afán, transitan por doquier, cruzan plazoletas, suben colinas, descienden cerros y terminan frente a los peldaños de una iglesia donde comulgan ante un dios de amor y caridad.
Durante todo el día estuvo recorriendo aquellos lugares hasta que poco a poco el cansancio lo fue venciendo y, sin querer, volvió al río. ¡Ah!, aquel río de aguas diáfanas, con embarcaciones pequeñas y grandes meciéndose en su superficie de cristal.
Y en esas cavilaciones estuvo absorto el cuervo hasta que llegó la noche y se refugió entre los mástiles de las naos donde había decidido reposar.
Al asentarse la noche, el cuervo observó cómo, a través de pequeñas ventanas, velas y candelabros irradiaban luz y, en medio de la oscuridad, alumbraban el panorama del burgo.
Frente al cuervo ahora se hallaba una enorme edificación. Se trataba de una casa, la más grande de todas. Un bello torreón sobresalía a mitad de la estructura. Entonces el cuervo, por curiosidad, se acercó. Había algo que lo seducía, pero no sabía cómo explicar la fuerza de esa atracción. ¿Sería el destino?, esa fuerza azarosa que empuja los elementos de la naturaleza hacia un fin inexplicable bajo las luces de todas las razones lógicas.
El cuervo se aproximó a una de las ventanas donde, entre las luces que emanaban del interior y el reflejo de una luna llena que parecía coronar la noche, pudo vislumbrar el rostro de una joven mujer. Ella se había sentado frente a la ventana y miraba el cielo.
“Esta luna sí es bonita”, pensó la bella dama.
El cuervo posó sus patas en un rincón de la ventanal sin que la moza se diera cuenta, pues si lo hubiese visto lo hubiera espantado con su abanico color rojizo.
El cuervo se quedó allí tranquilo, observando a la moza. Era blanca, llevaba el pelo peinado en trenzas recogidas hacia tras. Unos zarcillos dorados colgaban de sus orejas, y en el vestido lucía pequeñas perlas que bordaban la tela y refulgían con los delgados rayos lunares de la noche.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el cuervo.
La muchacha se asustó. Nunca había visto un animal que hablase, mucho menos un cuervo. Retrocedió y se metió en la alcoba mientras el cuervo insistía en hablarle.
—No hago daño, tampoco soy el demonio. Sólo quiero hablar contigo —dijo el cuervo.
—¿De dónde vienes? —preguntó ella.
—De aquí mismo, soy el cuervo que ha figurado siempre en el escudo de Lisboa —respondió.
La dama se persignó, pues creía que el cuervo era la encarnación del maligno.
—No te persignes. Soy un cuervo que habla, aunque yo mismo no sabía que podía hacerlo señaló el cuervo.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó ella, temerosa.
—Quiero saber tu nombre —dijo el cuervo con amabilidad.
—Me llamo María y soy una infanta.
El cuervo se asombró con la respuesta de la moza. Ella era una princesa y aquel suntuoso edificio seguramente sería un palacio.
—Mis respetos, honorable infanta —dijo el cuervo con voz grave.
María se sintió más a gusto cuando vio que el cuervo se esforzaba por inclinar su cabeza para hacerle una venia.
—Ahora vete de aquí, no hablo con extraños —ordenó la infanta.
—Seguro me marcharé —replicó el cuervo—, pero antes necesito saber cuál es vuestro mayor deseo. Os he visto contemplativa al mirar esta maravillosa luna llena.
La princesa no sabía qué pensar. El cuervo era sagaz. Además de eso, demostraba ser pertinente en todo lo que decía y en la forma cómo se le había dirigido a ella. Asimismo, María se daba cuenta de que el pájaro era buen observador.
—He estado pensando en el amor —dijo la infanta con voz triste.
El cuervo, astuto, sintió que ese era, sin duda, el punto frágil de la joven princesa.
¿No querrás decirme qué te aflige? —prosiguió él.
Entonces María le contó que anhelaba enamorarse de verdad, que su hermano, el rey de Portugal, le buscaba pretendientes lejanos, caballeros a los cuales nunca había visto. Que el amor, el verdadero amor, era un manjar del alma que a ella le estaba prohibido.
—Busco al hombre que posea el alma más límpida de esta ciudad. ¿Crees en las almas límpidas? —preguntó.
El cuervo fingió que aquellos asuntos le eran familiares y le dijo que sí. Le aseguró que las almas límpidas son sobre todo, seres especiales capaces de conectarse mediante el corazón con otros corazones y comunicarse por medio de las palabras del espíritu, que no son más que cadenas de símbolos invisibles que bailan en la atmósfera y cautivan a los seres para toda la eternidad.
—¿Es eso, adorable princesa? —preguntó el cuervo.
María se hallaba extasiada con las explicaciones del poco agraciado cuervo que allí había surgido.
—Eso es —respondió ella.
—Déjame ayudarte, estimada infanta. Lo hallaré y te lo traeré para que ambos vivan el eterno amor —dijo él.
María se maravilló y depositó toda su confianza en aquel cuervo que, tras haberse despedido, emprendió el vuelo para refugiarse en una casa abandonada. Los días siguientes el cuervo tendría que hallar al alma más límpida de aquella ciudad.



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