CAPÍTULO I
Tánger, marzo de 1517
Cuando Álvaro
de Andrajosa miró por primera vez aquella playa de arenas doradas y el apacible
azul turquesa del mar, recordó las patrañas que años antes había escuchado
cuando aún no había posado sus borceguíes en suelo indiano. Los grumetes de las
naos y carabelas le habían hablado de indios patagones, de gigantes monstruosos
que tenían los ojos en el pecho, y le hablaron de selvas habitadas por
aguerridas mujeres que, de un solo flechazo, derribaban al más intrépido
conquistador blanco.
Álvaro de Andrajosa |
El mundo
estaba hecho más de agua que de tierra y se hallaba dividido en dos partes muy
apetecidas, delimitadas por una línea imaginaria que las cortaba tal cual lo
hace una espada del mejor acero toledano. Así lo estipulaba el Tratado de
Tordesillas: una parte para España otra para Portugal.
“Es
sencillo…es como un pan redondo de centeno partido en dos pedazos”, pensó
Álvaro, para Oriente se halla la añorada India –la del azafrán, de la pimienta,
la canela y la nuez moscada– que tiembla ante los cascos portugueses y, para
Occidente, unos territorios novedosos que lucen, en su suelo selvático, el
pabellón de la vieja Hispania.
Álvaro de
Andrajosa era afortunado, conocía muy bien la India oriental. Hacía muchos años
se había embarcado en su ciudad natal, la bella Tánger, la cual un siglo antes,
había sido arrebatada de manos mahometanas y convertida en una plaza
portuguesa.
Un bello día
soleado Álvaro miró el mar y contempló el muelle de Tánger con sus
embarcaciones marrones, bamboleándose al compás de las olas. En aquellos años
la ciudad era la reina de su corazón. Álvaro de Andrajosa se había enamorado
perdidamente de una dama, hija de un capitán lusitano, cuya belleza le había
encandilado los ojos, el espíritu y tantas otras cosas más, al punto de tenerla
en el paraíso del amor.
Le bastó verla
apenas un día en la plaza de la ciudad para prenderse de ella con la inocencia
e ingenuidad de un angelito de capilla cristiana. Él creía que el gallardo
capitán dejaría casar a su doncella con un pobre morisco. Y como vuestras
mercedes supondrán, Álvaro de Andrajosa se hallaba en el patio de los
evidentemente equivocados. Entonces, escaso de miramientos lógicos, las
pasiones del corazón lo impulsaron a perseguirla, a regalarle margaritas, a
dejarle notas con poemas floridos. Ella le siguió la corriente, más por
curiosidad que por algún sentimiento romántico en el interior de su ser.
La verdad es
que tales encuentros, más o menos idílicos, terminaron de manera abrupta cuando
ella de pronto dejó de hablarle y él se percató de que un pretendiente, ya
anciano y de sangre hidalga, merodeaba la casa del capitán. En un santiamén la
doncella y el viejo se casaron y días después abandonaron Tánger con rumbo
incierto.
Álvaro sufrió
los dolores propios del amor no correspondido. Fue tanta su pena que, se hizo
grumete y se embarcó en una famosa armada con destino a la India. Eso ocurrió
en el año 1518 de Nuestro Señor.
Al principio
Álvaro de Andrajosa pensó que la vida de mar no era para él, estaba
acostumbrado a corretear por las colinas de Tánger y descansar su joven cuerpo
en un buen jergón de paja. Ahora debía adaptarse a llevar siempre la ropa
mojada, además de dormir en la cubierta de una nao. De paso, el capitán del
barco había ordenado, bajo amenaza de muerte, que cada hombre aprendiese a
manejar la lanza, la ballesta y las otras armas que sirven primero para
amenazar, después para matar y luego para conquistar. Álvaro de Andrajosa nunca
se imaginó que le pudiese ir tan bien, sepan vuestras mercedes que hasta le
tomó gusto a su oficio. En pocos meses se hizo experto en asuntos de grumetes
y, cuando puso los pies en las tierras conquistadas, se volvió tan audaz en
temas de guerra y peleas, como los lusos más aguerridos.
Bajo las
espadas de aquella armada, y ante los ojos de los portugueses, iban cayendo
ciudades enteras, islas paradisiacas, importantes plazas de trajín comercial y
parajes colmados de dioses extraños y templos idólatras. Álvaro de Andrajosa se
sentía como un personaje sacado de una leyenda de guerreros. En vez de una
espada de acero, él se imaginaba empuñando una dilacerante cimitarra y, en vez
de una cruz enorme y rojiza, creía llevar la media luna hasta los confines de
aquel mundo grande, vasto e infinitamente extraño en olores, sabores y en la
belleza de las mujeres que, con sensuales miradas, no se rehusaban a probar los
amoríos con los gallardos vencedores.
Una noche, en
la cubierta de la nao, se le acercó un mozo de nariz aguileña y poblado bigote.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Me llamo Álvaro de Andrajosa,
¿y vuestra merced?
—Roque Fernandes, soy de Lisboa.
¿Conoces la ciudad?
—Jamás he estado allí, soy de
Tánger —contestó el morisco, apenado por no haber estado jamás en la ciudad
conocida como la Reina de los Mares.
—¿Crees en el dios de los
portugueses? —indagó Roque.
Álvaro no le
contestó, y Roque supo interpretar aquel silencio como un rechazo al tema. Por
su parte, Álvaro esperó un tiempo hasta tener suficiente confianza. Recelaba un
poco, no fuera a ser que el extraño lo denunciara ante los frailes. Solo cuando
Álvaro tuvo la certeza de que era digno de confianza, permitió una mayor
camaradería entre ambos.
—Vuestra merced me preguntó hace
unas noches si yo creía en el dios de los portugueses —le dijo un día—. ¿Os
acordáis?
—Sí, me acuerdo —respondió
Roque.
—¿Por qué me hicisteis esa pregunta?
—Porque yo no les creo. Soy
judío, y sé muy bien que tú eres moro. ¿No es así?
—Así es. Espero que no le
contéis nada de estas cosas a esas ratas de hábitos pardos que andan por
doquier.
Roque mantuvo
confidencialidad y Álvaro selló con él un pacto de complicidad que duraría
muchísimos años.
En 1525 ya
ambos estaban hartos de guerras y llevaban sobre sus hombros aventuras vividas
en el Oriente indiano hasta las puertas de la indoblegable China y al suelo
selvático del recóndito Brasil. Era demasiado, después de tanta pelea, y con la
piel cubierta de cicatrices, Roque Fernandes decidió que era hora de regresar a
Lisboa, era tiempo de reivindicar alguna recompensa por las privaciones
sufridas.
—Vámonos al reino para que el
rey nos dé algo —propuso Roque Fernandes.
—¿Y vuestra merced cree que se
nos vaya a dar algo?
—Tenemos cartas selladas por
gobernadores. ¡Eso ya es bastante!
Entonces
planificaron ir a la Reina de los Mares con intenciones de pedir algún galardón
en los pasillos de la famosa Casa da Índia, pero en la fortaleza de São Jorge
da Mina, en plena costa occidental de África, Álvaro de Andrajosa cambió de
idea. Temía, en lo más recóndito de su ser, que en los callejones y plazoletas
de Lisboa se fuera a encontrar con la hija del capitán de Tánger. Por más que
se esforzase, la imagen de la muchacha no se disipaba de los meandros de su
mente. Para borrar sus recuerdos no fueron suficientes las ardientes noches con
las esclavas negras e indias de Goa. Ella constantemente le aparecía en sueños,
pesadillas y visiones en las que se le presentaba bajo una imagen diáfana, a
veces en forma de odalisca encantada, y otras bajo la figura de una virgen
cristiana que le arropaba por las noches con su sagrado manto azul celeste.
Una tarde,
con las primeras sombras de la noche, el morisco se despidió de Roque Fernandes
con un simple adiós, y a primera hora de la mañana siguiente se alistó
en una nave cuyo capitán era un español orgulloso y altanero.
Otras
aventuras aguardaban al morisco de Tánger. La piel tiznada por el sol y un
fuerte acento que mezclaba la lengua portuguesa con los resabios moros mostraba
su origen donde quiera que fuese. Los conquistadores y la soldadesca pasaron a
llamarlo “el Portugués”, Álvaro de Andrajosa no sabía si molestarse o resignarse
ante un epíteto tan raro para sus oídos. Él era oriundo del norte de África y
todos sus ancestros habían pertenecido al linaje de los que escuchan el consejo
de Mahoma. Ahora, acomodado a su nuevo oficio de explorador, caminaba leguas y
leguas de tierra desconocida, esquivando serpientes y empuñando la espada para
decapitar indios y destruir los poderosos tentáculos que obstaculizaban los
infranqueables caminos del Nuevo Mundo. Pero su vida en las Indias empezó
verdaderamente el día en que conoció a don Nicolás de Federmann.
Tierra firme
(Venezuela), 1529
Tal vez
vuestras mercedes no conozcan a su señoría, don Nicolás de Federmann, tudesco
por los cuatros costados, nacido en la ciudad de Ulm, de barba roja y ojos
verdes, quien cuando caminaba parecía un pavo real de tantas ínfulas que tenía,
todo porque soñaba con hacerse grande en las Indias de Castilla. Así se lo
habían prometido los poderosos Welser, los banqueros alemanes que tenían al
propio Carlos V agarrado por la barba, de tanta plata que el emperador les
debía.
—Si haces lo que te decimos, te
haremos virrey de las Indias —le prometió el viejo Welser, desde un majestuoso
sillón, una tarde de invierno cuando los primeros cristales de nieve empezaban
a caer en los campos.
Nicolás le
juró solemnemente velar por los intereses de la excelsa familia, aunque para
ello tuviese que enfrentarse a los intrépidos españoles y mandarlos al infierno
junto con un puñado de groserías dichas en su idioma. De todas maneras era
mejor sufrir todas esas aflicciones que quedarse en la vieja Alemania, donde
nunca pasaría de ser un olvidado hidalguillo.
Fue así como
Nicolás de Federmann abandonó su terruño para probar suerte. Antes de poner los
pies en la embarcación que le llevaría a las Indias, se prometió que no vacilaría
hasta realizar su sueño. “Seré dueño de las Indias, cueste lo que cueste”, se
dijo don Nicolás de Federmann. Sin imaginarse lo que le esperaba…
Álvaro de
Andrajosa conoció a Nicolás en la incipiente ciudad de Santa Ana de Coro. El
morisco vivía en una casa de bahareque que él mismo, junto con indios
esclavizados, había levantado. Allí se hallaba amancebado con una criada india
que le despiojaba en los ratos de ocio y le calentaba la hamaca cuando sentían
los ardores del trópico. Para entonces, Federmann se había vuelto una de las
figuras de mayor relevancia de la somnolienta colonia.
Un día, al
alemán se le metió en la cabeza que, por detrás de unas verdes montañas, más
allá de los ríos caudalosos, en medio de llanuras y sabanas, debería existir un
Reino de Oro, donde un rey se bañaría de polvillo aurífero.
—Los que quieran venir conmigo
que vengan… pronto vuestras mercedes se harán marqueses y condes de estas
Indias —les prometió Nicolás desde un entablado.
Como todos
estaban curiosos —ya Andrajosa se había acomodado a su nuevo destino de
soldadillo pobretón— la mayoría de los hombres de Coro y sus alrededores
decidieron acompañarle, no porque los alemanes les cayesen muy bien, sino
porque este por lo menos les prometía algo.
Nicolás de
Federmann salió de Coro con ciento diez blancos de a pie y dieciséis a caballo
—quienes presumían sangre hidalga—, además de cien indios de raza caquetía.
En realidad los indios llegaron a ser quinientos o seiscientos, los cuales
fueron arrebatados violentamente de sus pueblos y llevados a la fuerza, con
cadena. Cuando los indios no podían andar, por enfermedad o cansancio, los
blancos les cortaban la cabeza para no abrir la cadena. Fíjense, pues, vuestras
mercedes, con qué divertidos métodos cruzó don Nicolás cuarenta leguas de
distancia entre salvajes. De allí el alemán pasó a territorios inhóspitos con
dos preocupaciones: encontrar un legendario Mar del Sur y ver unos indios
diminutos como duendes que resguardaban las inmensas riquezas del Reino de Oro.
Por donde
Nicolás de Federmann pasaba los frailes españoles eran obligados a inculcarles
a los indios la doctrina cristiana, además de bautizarlos en las quebradas que
poblaban las incontables selvas que su hueste de soldados y conquistadores
osaban atravesar. Se les aclaraba los misterios de la existencia humana usando
las narraciones bíblicas, se les hablaba sobre la existencia de un Dios único y
verdadero, la encarnación de Cristo, el Papado y el Imperio en el cual jamás se
ponía el sol. Para Nicolás esa era la única manera de hacerse merecedor del
cielo el día que su supuesto reinado de las Indias terminase y él calmadamente
muriese con su cuerpo postrado en una buena cama.
Tal vez por
haber apresado algunos salvajes para convertir a unos en cargueros y a otros en
intérpretes, los indios, que tampoco eran tontos, percibieron en el alemán una
voraz ambición, siempre que le mencionaba el Reino de Oro, y Álvaro de
Andrajosa observó que los nativos parecían confabulados para encaminarlo hacia
el sur.
Por algunos
días, en medio de la inmensidad terrestre, tan lejos de Tánger y Goa, el
morisco volvió a soñar con la hija del capitán. Ella se le aparecía con los
típicos atuendos indios, medio desnuda y hablándole un chapurreo de palabras
ininteligibles. Lo único que el morisco logró comprender fue la dirección que
su delicada mano le señalaba, la cual era, en realidad el sur imaginado por
Nicolás. A partir de entonces, Álvaro de Andrajosa creyó firmemente que el
rumbo era certero y, cuando la comitiva se hallaba lista para desistir y culpar
al tudesco de su desventura, fue el morisco el único que se mantuvo al lado de
don Nicolás de Federmann, cual perro faldero.
—Sigamos mi señor, que vamos
bien —le dijo Álvaro de Andrajosa.
—Hablas distinto a los demás —le
comentó el alemán sonriente y sin muchos reparos por el apoyo ofrecido— ¿Y
vuestra merced, de dónde es?
—Soy portugués —le contestó el
morisco sin titubear.
—Ah… ¡qué bella es Lisboa! ¿Eres
de allí?
—Sí, mi señor, yo nací en
Lisboa.
—Pero tienes traza de moro,
¿verdad?
Álvaro no le
contestó, se le había acercado solamente para apoyarlo frente a los demás
hombres que, ya enfermos y hambrientos, maldecían al fanfarrón y arrogante
alemán. Bastaron aquellas conversaciones nocturnas, a ratos, para que don
Nicolás de Federmann se animara a entablar amistad con el hombre de los
innumerables viajes.
—Conozco Tánger, São Jorge da
Mina, el reino del Congo, Ormuz y la bella y magnífica Goa. He estado en las
puertas de China y, sin querer, mis ojos han visto las tierras de Vera Cruz…—le
fue contando Álvaro con un orgullo indisimulable.
—Un hombre como tú es lo que
siempre he necesitado, experimentado en los lugares más lejanos; dispuesto a
conquistar el Reino de Oro. De hoy en adelante serás mi brazo derecho.
Álvaro de
Andrajosa no sabía qué decir. Empezaba a creer que las visiones esporádicas de
su gran amor le ayudaban a sobrevivir en las Indias.
Pocos días
después hallaron el Mar del Sur, y Nicolás de Federmann se dio cuenta de que
necesitaba barcos para cruzarlo. Sin embargo, solo contaba con pocos hombres
harapientos, moribundos, y sin ganas de obedecerle. No quedó otro remedio que
regresar a Coro, pero en la mente del tudesco subsistía la ambición del Reino
de Oro.
La comitiva
llegó a Santa Ana de Coro el 17 de marzo de 1531. Para ese momento alguien mal
intencionado había acusado a Nicolás de Federmann de recaudar un botín de oro y
plata en las poblaciones indias de las cercanías del Mar del Sur. Lo revisaron
de pies a cabeza y el gobernador —otro alemán llamado Alfinger— creyó que don Nicolás
había escondido algún tesoro en los campos despoblados y aledaños a Santa Ana.
Sintió ganas de torturarle para que hablara, pero tras una reflexión más fría y
con un dulce olor a venganza en la nariz, decidió deportarle a Europa para que
allá se entendiera con el emperador y los Welser. No obstante, a la poderosa
familia banquera no le importó mucho las quejas del gobernador de Venezuela y
tiempo después le propusieron contratarlo por un periodo de siete años más.
Nicolás
estuvo tres años en Europa, entre Sevilla, Lisboa y Augsburgo, sirviendo
fielmente a sus patrones y recaudando los pingües lucros que los banqueros
obtenían con los reyes. Después de intrigas, sobornos y malentendidos, entre el
emperador Carlos V, el Consejo de Indias y los Welser, Federmann logró que le
permitiesen regresar a Tierra Firme.
El alemán
finalmente arribó a Santa Ana de Coro en febrero de 1535. Venía con la piel
blanqueada por los rigurosos inviernos de su tierra natal y gordo como un cerdo
por los banquetes que se daba. Álvaro de Andrajosa casi no lo reconoció cuando
apareció en medio del pueblo.
—Mi estimado amigo Álvaro, ¡qué
gusto poder veros de nuevo!
—Apreciado don Nicolás, me
complace mucho que hayáis vuelto para poner orden en la colonia —dijo el moro,
tratando de congraciarse con Federmann, ya que Álvaro había escuchado que
querían nombrarle gobernador de Venezuela.
—Muchas gracias… Sabes, Álvaro,
he estado incontables veces en Lisboa, la Reina de los Mares —Álvaro se ponía
nervioso si le tocaban el asunto—. Me encanta ese río de vuestras mercedes y la
majestuosa calle repleta de mercaderes, sus bellas mujeres, en fin, una ciudad
inolvidable. Pero cuéntame, ¿qué ha pasado por estos lados mientras yo estaba
en la civilización?
—Nada de especial, don Nicolás,
solo que los indios mataron a don Ambrosio Alfinger —le contestó Álvaro,
encogiéndose de hombros.
—¿Pero tienes conocimiento si el
lenguaraz de Alfinger logró cruzar el Mar del Sur para hallar el Reino de Oro?
—le preguntó Federmann sin disimular el dulce gustillo que le causaba la
noticia.
El moro tuvo
ganas de esquivar la pregunta. En realidad el gobernador de la provincia de
Venezuela había organizado una expedición a los territorios que bordeaban el
Mar del Sur, pero se había comprobado que tal mar no era sino la llanura
anegada durante la estación de las lluvias. Alfinger, casualmente, se aventuró
a cruzarla en época de sequía para darse cuenta, tras numerosas leguas de
recorrido, de que se trataba de una planicie calurosa, poblada por indios
belicosos e infestada de serpientes de todos los tamaños. Allí no existía el
tal reino del oro y, pese al fracaso de su expedición, Alfinger regresó a Santa
Ana de Coro con una sonrisita burlona, creyendo que las ideas del famoso reino
no eran más que una alucinación de la enloquecida mente de Federmann.
—Mi venerable señor, ese Mar del
Sur desapareció —sentenció Álvaro de Andrajosa.
—¿De qué me hablas moro
boquirroto? ¿Acaso no viste lo mismo que yo? Aquel horizonte infinito repleto
de agua…
—Sí, pero después yo fui allí con
don Ambrosio, y lo que vi fue pasto y lagunas llenas de caimanes.
El tudesco se
sintió afligido los primeros días, le costaba acostumbrarse otra vez a esa idea
de que se hallaba nuevamente en un territorio donde dominaba la ley del más
fuerte y del más sagaz. Federmann tenía que ser fuerte, si en realidad aspiraba
al título de gobernador de la colonia. Una vez a cargo de la responsabilidad de
liderar los destinos de Venezuela, estaría libre para empezar de nuevo la
búsqueda del Reino de Oro. Las cosas habían cambiado de forma favorable desde
la muerte de Ambrosio Alfinger, porque ahora quien dictaba las órdenes en
Tierra Firme era don Jorge de Espira, quien de inmediato se hizo “amigo” de
Nicolás de Federmann. No se sabe si sinceramente o si deseaba que Federmann le
revelara los misterios del reino dorado. De todas maneras, Nicolás intuyó los
posibles intereses del nuevo mandamás y, para no entrar en conflicto con la
autoridad, accedió a todo, siempre precavido de no revelarle más de lo
necesario.
—Portugués, quiero que vengas
con nosotros —le dijo Nicolás de Federmann a Álvaro de Andrajosa.
—¿Adónde?
—¿Adónde más? ¡A conquistar el
Reino de Oro!
—¿Y don Jorge de Espira viene
con nosotros?
—Él se va antes…
Álvaro de
Andrajosa quedó petrificado con la noticia, aún más con la naturalidad
manifestada por el tudesco.
—¡Espira es un bandido! —exclamó
el moro.
—No digas eso —le ordenó el
alemán, haciéndole una señal para que se callara —Espira es un imbécil, cree
que el Reino de Oro se halla hacia los lados de la gran cordillera.
—¿Y no es así?
—No, no es así. Volveremos al
Mar del Sur y lo cruzaremos…
Álvaro no quiso contradecir al
tudesco y aceptó de buena gana sus fantasiosos pronósticos.
Espira salió
primero, a don Nicolás eso no le importó y aguardó que Espira estuviese bien
lejos de Santa Ana de Coro para empezar el viaje. Tras haber deambulado por el
territorio de la provincia, a finales de 1537, Nicolás de Federmann decidió
enrumbarse en dirección a las grandes montañas hasta toparse con su Mar del
Sur. Por fin, la sequía del verano lo convenció de que el Mar del Sur era
simplemente el llano inundado por los ríos desbordados y las lluvias
torrenciales. Al contrario de lo que vuestras mercedes podrán suponer, Álvaro
no se incorporó a la expedición de Federmann, por haber contraído unas fiebres
que lo llevaron a los umbrales de la muerte. Tan fuerte fue la dolencia que más
de una vez creyeron necesario llamar al cura para que le administrase los
santos oleos. Sin embargo, desde su hamaca colgada entre dos palmeras y con voz
entrecortada, Andrajosa le prometió a Federmann que tan pronto mejorase, iría a
su encuentro.
No obstante,
las cosas no sucedieron de ese modo. Cuando Álvaro de Andrajosa se mejoró y
quiso marchar, las autoridades de Santa Ana de Coro le detuvieron y le
obligaron a ceñirse los petos, ponerse el morrión y empuñar la espada para ir a
dar muerte a los amenazantes indios. Andrajosa no tuvo otra opción que hacerlo
y olvidarse de las andanzas del alemán.
El tiempo fue
pasando entre la cálida modorra y los esporádicos ataques de los indígenas;
hasta que una mañana de cielo limpio y frescas brisas, finalmente el tudesco
volvió a Santa Ana de Coro. Traía la mirada excitada y parecía diez años más
viejo. Cuando vio a Álvaro de Andrajosa en la entrada del pueblo se hizo el
indiferente, sin embargo, esa misma noche, Nicolás fue en búsqueda de
Andrajosa. Álvaro dormía en la acostumbrada hamaca, en el patio del rancho.
—Despierta moro portugués —le
dijo en voz bajita.
—¿Qué desea vuestra señoría?
—¡Shhh!, habla bajo. Tengo algo
importante que tratar contigo.
Álvaro de
Andrajosa se incorporó en la hamaca y, cuando se dio cuenta de que la
conversación era para rato, se levantó de un brinco.
—No fui a hablar con vuestra
merced porque pensé que estaría molesto conmigo —le dijo el moro.
—¿Lo dices por no haber
platicado contigo? Lo hice a adrede —respondió don Nicolás.
Andrajosa observó a don Nicolás
con desconfianza. ¿Qué novedad traería?
—Os juro que no os entiendo
—dijo Álvaro.
—Tengo un secreto y te voy a
hacer partícipe de él —empezó el tudesco.
—¿Podéis ser más claro? —le
preguntó Álvaro de Andrajosa a Nicolás de Federmann.
—Mientras andaba yo por esos
senderos, me perdí del camino, crucé el Mar del Sur, que sorprendentemente
estaba seco, y me hice amigo de unos indios que me llevaron en canoa por un
río, durante días y días. Cuando me di cuenta estaba en medio de una selva.
—¿Y no os pasó nada? —preguntó
Álvaro intrigado.
—¡No me interrumpas! —profirió,
don Nicolás—. Pues bien, en esa tierra extraña, salen del suelo unas montañas
que se levantan como mesas de roca —continuó—, y de una de ellas cae una
cascada altísima. Bueno, allí está el Reino de Oro. Mis ojos lo han visto
—concluyó don Nicolás de Federmann.
—¿Vuestra señoría de verdad
estuvo en el Reino de Oro? —preguntó el moro asombrado.
—Por supuesto que estuve allí
—respondió Federmann—. Es más, medio mundo está buscándolo, supe que un tal
Sebastián de Benalcázar y un abogado andaluz llamado Gonzalo Jiménez de Quesada
también lo buscan. Los españolitos me quieren quitar los méritos que yo, con
mucho esfuerzo, obtuve en estas Indias, pero se equivocan: el Reino de Oro será
mío … y de nuestro magnánimo rey —concluyó la sentencia, tratando de disimular
su ambición ante la mirada de recelo que observó en los ojos de Álvaro que, en
efecto, pensó que aquellas palabras del alemán eran demasiado osadas.
—¿Qué pretende hacer vuestra
merced? —preguntó Álvaro de Andrajosa.
—Tengo un plan, pero necesito tu
ayuda —respondió don Nicolás.
El moro no terminaba de
asombrarse con las revelaciones del tudesco.
—¿En qué os puedo servir?
—preguntó, sintiendo una desconfianza que, a duras penas, lograba disimular.
Nicolás de Federmann sacó del
jubón un papel meticulosamente doblado y atado por una cinta roja.
—¿Sabes lo que tengo aquí?
Traigo el mapa del Reino de Oro. Lo dibujé yo mismo mientras los indios me
acompañaban hasta las faldas de la Gran Cordillera. Los soldados me dieron por
muerto.
—¿Y qué cometido tengo yo en esa
historia?
—No puedo andar con el mapa
encima. Es la ruta hacia el reino que todos buscan. Los españoles sospechan que
yo sé algo. Ellos no se comieron el cuento de que solo estuve por los llanos y
selvas. Por eso, serían capaces de inventar algo para meterme otra vez en
camisa de once varas.
—Ya veo.
—Quiero que vayas a Sevilla
cuanto antes y te lleves el mapa. Allá debes esperar mi llegada. Tienes que
proteger muy bien el documento. Cuando te encuentre, iremos los dos a hablar
personalmente con el emperador Carlos V en Toledo que seguramente nos hará
comandantes de la conquista.
—Pero señor ¿y el rey de ese tal
Reino de Oro, os dejó visitarlo así no más?
—Los indios que me llevaron me
escondieron en su casa. Deseaban que yo conociese el camino hacia sus
territorios porque, según ellos, están hartos de ese príncipe indio que ultraja
a las doncellas, oprime el pueblo con pesados impuestos y reina con la más vil
crueldad. En la selva existen templos colmados de preciosidades, el propio rey
se viste de oro y se pone ricos collares de esmeraldas y rubíes.
A la semana
siguiente Álvaro de Andrajosa zarpó rumbo a España. Llevaba una pequeña caja
donde guardaba unas cuantas monedas y el misterioso mapa del Reino de Oro. El
plan estaba muy bien preparado, hasta el punto de que Nicolás de Federmann
siguió fingiendo que la relación de amistad, que otrora había mantenido con el
moro, se había enfriado. Y vuestras mercedes convendrán en que jamás nadie
sospecharía que el secreto de la deseada tierra dorada descansaría en la
insignificante cajita de Álvaro de Andrajosa.
Sin embargo,
nuestro morisco portugués ignoraba que, a muchas leguas de aquel villorrio de
la provincia de Venezuela, en Lisboa –la Reina de los Mares–, un poderoso
hidalgo controlaba una eficiente red de soplones que espiaban cada paso que
Nicolás de Federmann daba. Esa vigilancia se originó porque Espira, el otro
gobernador, se había intrigado con el frecuente cuchicheo entre el moro y el
alemán. Antes de llegar a Venezuela, Espira había permanecido algunos meses en
Lisboa, ocupado con los jugosos negocios de los Welser, y allí hizo amistad con
el hidalgo conocido por sus leales colaboradores como El Caballero de la
Capa Negra. Por eso, antes de que don Jorge se embarcase hacia Tierra
Firme, ambos hombres hicieron un pacto y Espira le prometió hacer hasta lo
imposible por encontrar el famoso Reino de Oro.
Ahora, sus
planes habían fallado y solamente la determinación de Nicolás de Federmann lo
convenció de que él sabría más del asunto. Además, la súbita desaparición de
Álvaro de Andrajosa le alarmó. Pero los planes del moro cambiaron súbitamente.
A mitad de la travesía hacia Sevilla, la idílica doncella lusitana de Tánger se
le apareció de nuevo en un sueño. Iba vestida de negro y llevaba la muerte en
la mano. Cuando Álvaro de Andrajosa la contempló, así de fatal y con un
semblante tan cadavérico, se asustó, aunque la voz de la doncella le parecía
dulce como los dátiles de su tierra. El mensaje que ella le traía lo dejó sin
palabras. La muerte se le acercaba, y era necesario que él se deshiciera del
mapa cuanto antes. Al día siguiente el moro estaba tan débil que no fue capaz
de levantarse de la hamaca. Sentía mareos, náuseas, y vomitaba a menudo. Días
después empezó a sufrir pérdidas de sangre, lo cual lo mantenía en un estado
deplorable, y creyó de inmediato que la muerte le atraparía, tal como le había
advertido la doncella.
Una semana
después la nao atracó en la Isla de Madeira y el pisar tierra de nuevo le
devolvió a Andrajosa las energías que tanto necesitaba. Entonces, más repuesto,
intentó indagar algo sobre su viejo amigo Roque Fernandes.
—Ha salido de Lisboa y se halla
camino a África, donde fue a capturar negros bajo el mando de Fernão Pinto
—le dijo un capitán portugués, manco de un brazo y con el ojo izquierdo
vaciado.
—¿Cree vuestra merced que ya
habrá pasado por Tánger? —le preguntó.
—A estas alturas sí, pero
conociendo como conozco a Fernão Pinto, volverá a pasar por allí al regreso —le
respondió el capitán.
Aprovechando
el aventón de una nao que regresaba de la India, Álvaro de Andrajosa se fue a
Tánger.
Cuando llegó
a su terruño sintió que su más grande aventura terminaba allí. Estaba flaco
como un palo de escoba y con la cara surcada de arrugas. Buscó a sus parientes
y se acostó en un buen jergón. La muerte llegaría rápido y el mapa del Reino de
Oro debería, cuanto antes, llegar a manos de Roque Fernandes…
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