terça-feira, 13 de novembro de 2018

PRIMERA PARTE, CAPÍTULO 1 DE "EL MAPA DEL REINO DE ORO" DE RAINER SOUSA


CAPÍTULO I

Tánger, marzo de 1517




Cuando Álvaro de Andrajosa miró por primera vez aquella playa de arenas doradas y el apacible azul turquesa del mar, recordó las patrañas que años antes había escuchado cuando aún no había posado sus borceguíes en suelo indiano. Los grumetes de las naos y carabelas le habían hablado de indios patagones, de gigantes monstruosos que tenían los ojos en el pecho, y le hablaron de selvas habitadas por aguerridas mujeres que, de un solo flechazo, derribaban al más intrépido conquistador blanco.
Álvaro de Andrajosa
El mundo estaba hecho más de agua que de tierra y se hallaba dividido en dos partes muy apetecidas, delimitadas por una línea imaginaria que las cortaba tal cual lo hace una espada del mejor acero toledano. Así lo estipulaba el Tratado de Tordesillas: una parte para España otra para Portugal.
“Es sencillo…es como un pan redondo de centeno partido en dos pedazos”, pensó Álvaro, para Oriente se halla la añorada India –la del azafrán, de la pimienta, la canela y la nuez moscada– que tiembla ante los cascos portugueses y, para Occidente, unos territorios novedosos que lucen, en su suelo selvático, el pabellón de la vieja Hispania.
Álvaro de Andrajosa era afortunado, conocía muy bien la India oriental. Hacía muchos años se había embarcado en su ciudad natal, la bella Tánger, la cual un siglo antes, había sido arrebatada de manos mahometanas y convertida en una plaza portuguesa.
Un bello día soleado Álvaro miró el mar y contempló el muelle de Tánger con sus embarcaciones marrones, bamboleándose al compás de las olas. En aquellos años la ciudad era la reina de su corazón. Álvaro de Andrajosa se había enamorado perdidamente de una dama, hija de un capitán lusitano, cuya belleza le había encandilado los ojos, el espíritu y tantas otras cosas más, al punto de tenerla en el paraíso del amor.
Le bastó verla apenas un día en la plaza de la ciudad para prenderse de ella con la inocencia e ingenuidad de un angelito de capilla cristiana. Él creía que el gallardo capitán dejaría casar a su doncella con un pobre morisco. Y como vuestras mercedes supondrán, Álvaro de Andrajosa se hallaba en el patio de los evidentemente equivocados. Entonces, escaso de miramientos lógicos, las pasiones del corazón lo impulsaron a perseguirla, a regalarle margaritas, a dejarle notas con poemas floridos. Ella le siguió la corriente, más por curiosidad que por algún sentimiento romántico en el interior de su ser.
La verdad es que tales encuentros, más o menos idílicos, terminaron de manera abrupta cuando ella de pronto dejó de hablarle y él se percató de que un pretendiente, ya anciano y de sangre hidalga, merodeaba la casa del capitán. En un santiamén la doncella y el viejo se casaron y días después abandonaron Tánger con rumbo incierto.
Álvaro sufrió los dolores propios del amor no correspondido. Fue tanta su pena que, se hizo grumete y se embarcó en una famosa armada con destino a la India. Eso ocurrió en el año 1518 de Nuestro Señor.
Al principio Álvaro de Andrajosa pensó que la vida de mar no era para él, estaba acostumbrado a corretear por las colinas de Tánger y descansar su joven cuerpo en un buen jergón de paja. Ahora debía adaptarse a llevar siempre la ropa mojada, además de dormir en la cubierta de una nao. De paso, el capitán del barco había ordenado, bajo amenaza de muerte, que cada hombre aprendiese a manejar la lanza, la ballesta y las otras armas que sirven primero para amenazar, después para matar y luego para conquistar. Álvaro de Andrajosa nunca se imaginó que le pudiese ir tan bien, sepan vuestras mercedes que hasta le tomó gusto a su oficio. En pocos meses se hizo experto en asuntos de grumetes y, cuando puso los pies en las tierras conquistadas, se volvió tan audaz en temas de guerra y peleas, como los lusos más aguerridos.
Bajo las espadas de aquella armada, y ante los ojos de los portugueses, iban cayendo ciudades enteras, islas paradisiacas, importantes plazas de trajín comercial y parajes colmados de dioses extraños y templos idólatras. Álvaro de Andrajosa se sentía como un personaje sacado de una leyenda de guerreros. En vez de una espada de acero, él se imaginaba empuñando una dilacerante cimitarra y, en vez de una cruz enorme y rojiza, creía llevar la media luna hasta los confines de aquel mundo grande, vasto e infinitamente extraño en olores, sabores y en la belleza de las mujeres que, con sensuales miradas, no se rehusaban a probar los amoríos con los gallardos vencedores.
Una noche, en la cubierta de la nao, se le acercó un mozo de nariz aguileña y poblado bigote.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Me llamo Álvaro de Andrajosa, ¿y vuestra merced?
—Roque Fernandes, soy de Lisboa. ¿Conoces la ciudad?
—Jamás he estado allí, soy de Tánger —contestó el morisco, apenado por no haber estado jamás en la ciudad conocida como la Reina de los Mares.
—¿Crees en el dios de los portugueses? —indagó Roque.
Álvaro no le contestó, y Roque supo interpretar aquel silencio como un rechazo al tema. Por su parte, Álvaro esperó un tiempo hasta tener suficiente confianza. Recelaba un poco, no fuera a ser que el extraño lo denunciara ante los frailes. Solo cuando Álvaro tuvo la certeza de que era digno de confianza, permitió una mayor camaradería entre ambos.
—Vuestra merced me preguntó hace unas noches si yo creía en el dios de los portugueses —le dijo un día—. ¿Os acordáis?
—Sí, me acuerdo —respondió Roque.
—¿Por qué me hicisteis esa pregunta?
—Porque yo no les creo. Soy judío, y sé muy bien que tú eres moro. ¿No es así?
—Así es. Espero que no le contéis nada de estas cosas a esas ratas de hábitos pardos que andan por doquier.
Roque mantuvo confidencialidad y Álvaro selló con él un pacto de complicidad que duraría muchísimos años.
En 1525 ya ambos estaban hartos de guerras y llevaban sobre sus hombros aventuras vividas en el Oriente indiano hasta las puertas de la indoblegable China y al suelo selvático del recóndito Brasil. Era demasiado, después de tanta pelea, y con la piel cubierta de cicatrices, Roque Fernandes decidió que era hora de regresar a Lisboa, era tiempo de reivindicar alguna recompensa por las privaciones sufridas.
—Vámonos al reino para que el rey nos dé algo —propuso Roque Fernandes.
—¿Y vuestra merced cree que se nos vaya a dar algo?
—Tenemos cartas selladas por gobernadores. ¡Eso ya es bastante!
Entonces planificaron ir a la Reina de los Mares con intenciones de pedir algún galardón en los pasillos de la famosa Casa da Índia, pero en la fortaleza de São Jorge da Mina, en plena costa occidental de África, Álvaro de Andrajosa cambió de idea. Temía, en lo más recóndito de su ser, que en los callejones y plazoletas de Lisboa se fuera a encontrar con la hija del capitán de Tánger. Por más que se esforzase, la imagen de la muchacha no se disipaba de los meandros de su mente. Para borrar sus recuerdos no fueron suficientes las ardientes noches con las esclavas negras e indias de Goa. Ella constantemente le aparecía en sueños, pesadillas y visiones en las que se le presentaba bajo una imagen diáfana, a veces en forma de odalisca encantada, y otras bajo la figura de una virgen cristiana que le arropaba por las noches con su sagrado manto azul celeste.
Una tarde, con las primeras sombras de la noche, el morisco se despidió de Roque Fernandes con un simple adiós, y a primera hora de la mañana siguiente se alistó en una nave cuyo capitán era un español orgulloso y altanero.
Otras aventuras aguardaban al morisco de Tánger. La piel tiznada por el sol y un fuerte acento que mezclaba la lengua portuguesa con los resabios moros mostraba su origen donde quiera que fuese. Los conquistadores y la soldadesca pasaron a llamarlo “el Portugués”, Álvaro de Andrajosa no sabía si molestarse o resignarse ante un epíteto tan raro para sus oídos. Él era oriundo del norte de África y todos sus ancestros habían pertenecido al linaje de los que escuchan el consejo de Mahoma. Ahora, acomodado a su nuevo oficio de explorador, caminaba leguas y leguas de tierra desconocida, esquivando serpientes y empuñando la espada para decapitar indios y destruir los poderosos tentáculos que obstaculizaban los infranqueables caminos del Nuevo Mundo. Pero su vida en las Indias empezó verdaderamente el día en que conoció a don Nicolás de Federmann.

 Tierra firme (Venezuela), 1529


Tal vez vuestras mercedes no conozcan a su señoría, don Nicolás de Federmann, tudesco por los cuatros costados, nacido en la ciudad de Ulm, de barba roja y ojos verdes, quien cuando caminaba parecía un pavo real de tantas ínfulas que tenía, todo porque soñaba con hacerse grande en las Indias de Castilla. Así se lo habían prometido los poderosos Welser, los banqueros alemanes que tenían al propio Carlos V agarrado por la barba, de tanta plata que el emperador les debía.
—Si haces lo que te decimos, te haremos virrey de las Indias —le prometió el viejo Welser, desde un majestuoso sillón, una tarde de invierno cuando los primeros cristales de nieve empezaban a caer en los campos.
Nicolás le juró solemnemente velar por los intereses de la excelsa familia, aunque para ello tuviese que enfrentarse a los intrépidos españoles y mandarlos al infierno junto con un puñado de groserías dichas en su idioma. De todas maneras era mejor sufrir todas esas aflicciones que quedarse en la vieja Alemania, donde nunca pasaría de ser un olvidado hidalguillo.
Fue así como Nicolás de Federmann abandonó su terruño para probar suerte. Antes de poner los pies en la embarcación que le llevaría a las Indias, se prometió que no vacilaría hasta realizar su sueño. “Seré dueño de las Indias, cueste lo que cueste”, se dijo don Nicolás de Federmann. Sin imaginarse lo que le esperaba…

Álvaro de Andrajosa conoció a Nicolás en la incipiente ciudad de Santa Ana de Coro. El morisco vivía en una casa de bahareque que él mismo, junto con indios esclavizados, había levantado. Allí se hallaba amancebado con una criada india que le despiojaba en los ratos de ocio y le calentaba la hamaca cuando sentían los ardores del trópico. Para entonces, Federmann se había vuelto una de las figuras de mayor relevancia de la somnolienta colonia.
Un día, al alemán se le metió en la cabeza que, por detrás de unas verdes montañas, más allá de los ríos caudalosos, en medio de llanuras y sabanas, debería existir un Reino de Oro, donde un rey se bañaría de polvillo aurífero.
—Los que quieran venir conmigo que vengan… pronto vuestras mercedes se harán marqueses y condes de estas Indias —les prometió Nicolás desde un entablado.
Como todos estaban curiosos —ya Andrajosa se había acomodado a su nuevo destino de soldadillo pobretón— la mayoría de los hombres de Coro y sus alrededores decidieron acompañarle, no porque los alemanes les cayesen muy bien, sino porque este por lo menos les prometía algo.
Nicolás de Federmann salió de Coro con ciento diez blancos de a pie y dieciséis a caballo —quienes presumían sangre hidalga—, además de cien indios de raza caquetía. En realidad los indios llegaron a ser quinientos o seiscientos, los cuales fueron arrebatados violentamente de sus pueblos y llevados a la fuerza, con cadena. Cuando los indios no podían andar, por enfermedad o cansancio, los blancos les cortaban la cabeza para no abrir la cadena. Fíjense, pues, vuestras mercedes, con qué divertidos métodos cruzó don Nicolás cuarenta leguas de distancia entre salvajes. De allí el alemán pasó a territorios inhóspitos con dos preocupaciones: encontrar un legendario Mar del Sur y ver unos indios diminutos como duendes que resguardaban las inmensas riquezas del Reino de Oro.
Por donde Nicolás de Federmann pasaba los frailes españoles eran obligados a inculcarles a los indios la doctrina cristiana, además de bautizarlos en las quebradas que poblaban las incontables selvas que su hueste de soldados y conquistadores osaban atravesar. Se les aclaraba los misterios de la existencia humana usando las narraciones bíblicas, se les hablaba sobre la existencia de un Dios único y verdadero, la encarnación de Cristo, el Papado y el Imperio en el cual jamás se ponía el sol. Para Nicolás esa era la única manera de hacerse merecedor del cielo el día que su supuesto reinado de las Indias terminase y él calmadamente muriese con su cuerpo postrado en una buena cama.
Tal vez por haber apresado algunos salvajes para convertir a unos en cargueros y a otros en intérpretes, los indios, que tampoco eran tontos, percibieron en el alemán una voraz ambición, siempre que le mencionaba el Reino de Oro, y Álvaro de Andrajosa observó que los nativos parecían confabulados para encaminarlo hacia el sur.
Por algunos días, en medio de la inmensidad terrestre, tan lejos de Tánger y Goa, el morisco volvió a soñar con la hija del capitán. Ella se le aparecía con los típicos atuendos indios, medio desnuda y hablándole un chapurreo de palabras ininteligibles. Lo único que el morisco logró comprender fue la dirección que su delicada mano le señalaba, la cual era, en realidad el sur imaginado por Nicolás. A partir de entonces, Álvaro de Andrajosa creyó firmemente que el rumbo era certero y, cuando la comitiva se hallaba lista para desistir y culpar al tudesco de su desventura, fue el morisco el único que se mantuvo al lado de don Nicolás de Federmann, cual perro faldero.
—Sigamos mi señor, que vamos bien —le dijo Álvaro de Andrajosa.
—Hablas distinto a los demás —le comentó el alemán sonriente y sin muchos reparos por el apoyo ofrecido— ¿Y vuestra merced, de dónde es?
—Soy portugués —le contestó el morisco sin titubear.
—Ah… ¡qué bella es Lisboa! ¿Eres de allí?
—Sí, mi señor, yo nací en Lisboa.
—Pero tienes traza de moro, ¿verdad?
Álvaro no le contestó, se le había acercado solamente para apoyarlo frente a los demás hombres que, ya enfermos y hambrientos, maldecían al fanfarrón y arrogante alemán. Bastaron aquellas conversaciones nocturnas, a ratos, para que don Nicolás de Federmann se animara a entablar amistad con el hombre de los innumerables viajes.
—Conozco Tánger, São Jorge da Mina, el reino del Congo, Ormuz y la bella y magnífica Goa. He estado en las puertas de China y, sin querer, mis ojos han visto las tierras de Vera Cruz…—le fue contando Álvaro con un orgullo indisimulable.
—Un hombre como tú es lo que siempre he necesitado, experimentado en los lugares más lejanos; dispuesto a conquistar el Reino de Oro. De hoy en adelante serás mi brazo derecho.
Álvaro de Andrajosa no sabía qué decir. Empezaba a creer que las visiones esporádicas de su gran amor le ayudaban a sobrevivir en las Indias.
Pocos días después hallaron el Mar del Sur, y Nicolás de Federmann se dio cuenta de que necesitaba barcos para cruzarlo. Sin embargo, solo contaba con pocos hombres harapientos, moribundos, y sin ganas de obedecerle. No quedó otro remedio que regresar a Coro, pero en la mente del tudesco subsistía la ambición del Reino de Oro.
La comitiva llegó a Santa Ana de Coro el 17 de marzo de 1531. Para ese momento alguien mal intencionado había acusado a Nicolás de Federmann de recaudar un botín de oro y plata en las poblaciones indias de las cercanías del Mar del Sur. Lo revisaron de pies a cabeza y el gobernador —otro alemán llamado Alfinger— creyó que don Nicolás había escondido algún tesoro en los campos despoblados y aledaños a Santa Ana. Sintió ganas de torturarle para que hablara, pero tras una reflexión más fría y con un dulce olor a venganza en la nariz, decidió deportarle a Europa para que allá se entendiera con el emperador y los Welser. No obstante, a la poderosa familia banquera no le importó mucho las quejas del gobernador de Venezuela y tiempo después le propusieron contratarlo por un periodo de siete años más.
Nicolás estuvo tres años en Europa, entre Sevilla, Lisboa y Augsburgo, sirviendo fielmente a sus patrones y recaudando los pingües lucros que los banqueros obtenían con los reyes. Después de intrigas, sobornos y malentendidos, entre el emperador Carlos V, el Consejo de Indias y los Welser, Federmann logró que le permitiesen regresar a Tierra Firme.

El alemán finalmente arribó a Santa Ana de Coro en febrero de 1535. Venía con la piel blanqueada por los rigurosos inviernos de su tierra natal y gordo como un cerdo por los banquetes que se daba. Álvaro de Andrajosa casi no lo reconoció cuando apareció en medio del pueblo.
—Mi estimado amigo Álvaro, ¡qué gusto poder veros de nuevo!
—Apreciado don Nicolás, me complace mucho que hayáis vuelto para poner orden en la colonia —dijo el moro, tratando de congraciarse con Federmann, ya que Álvaro había escuchado que querían nombrarle gobernador de Venezuela.
—Muchas gracias… Sabes, Álvaro, he estado incontables veces en Lisboa, la Reina de los Mares —Álvaro se ponía nervioso si le tocaban el asunto—. Me encanta ese río de vuestras mercedes y la majestuosa calle repleta de mercaderes, sus bellas mujeres, en fin, una ciudad inolvidable. Pero cuéntame, ¿qué ha pasado por estos lados mientras yo estaba en la civilización?
—Nada de especial, don Nicolás, solo que los indios mataron a don Ambrosio Alfinger —le contestó Álvaro, encogiéndose de hombros.
—¿Pero tienes conocimiento si el lenguaraz de Alfinger logró cruzar el Mar del Sur para hallar el Reino de Oro? —le preguntó Federmann sin disimular el dulce gustillo que le causaba la noticia.
El moro tuvo ganas de esquivar la pregunta. En realidad el gobernador de la provincia de Venezuela había organizado una expedición a los territorios que bordeaban el Mar del Sur, pero se había comprobado que tal mar no era sino la llanura anegada durante la estación de las lluvias. Alfinger, casualmente, se aventuró a cruzarla en época de sequía para darse cuenta, tras numerosas leguas de recorrido, de que se trataba de una planicie calurosa, poblada por indios belicosos e infestada de serpientes de todos los tamaños. Allí no existía el tal reino del oro y, pese al fracaso de su expedición, Alfinger regresó a Santa Ana de Coro con una sonrisita burlona, creyendo que las ideas del famoso reino no eran más que una alucinación de la enloquecida mente de Federmann.
—Mi venerable señor, ese Mar del Sur desapareció —sentenció Álvaro de Andrajosa.
—¿De qué me hablas moro boquirroto? ¿Acaso no viste lo mismo que yo? Aquel horizonte infinito repleto de agua…
—Sí, pero después yo fui allí con don Ambrosio, y lo que vi fue pasto y lagunas llenas de caimanes.
El tudesco se sintió afligido los primeros días, le costaba acostumbrarse otra vez a esa idea de que se hallaba nuevamente en un territorio donde dominaba la ley del más fuerte y del más sagaz. Federmann tenía que ser fuerte, si en realidad aspiraba al título de gobernador de la colonia. Una vez a cargo de la responsabilidad de liderar los destinos de Venezuela, estaría libre para empezar de nuevo la búsqueda del Reino de Oro. Las cosas habían cambiado de forma favorable desde la muerte de Ambrosio Alfinger, porque ahora quien dictaba las órdenes en Tierra Firme era don Jorge de Espira, quien de inmediato se hizo “amigo” de Nicolás de Federmann. No se sabe si sinceramente o si deseaba que Federmann le revelara los misterios del reino dorado. De todas maneras, Nicolás intuyó los posibles intereses del nuevo mandamás y, para no entrar en conflicto con la autoridad, accedió a todo, siempre precavido de no revelarle más de lo necesario.
—Portugués, quiero que vengas con nosotros —le dijo Nicolás de Federmann a Álvaro de Andrajosa.
—¿Adónde?
—¿Adónde más? ¡A conquistar el Reino de Oro!
—¿Y don Jorge de Espira viene con nosotros?
—Él se va antes…
Álvaro de Andrajosa quedó petrificado con la noticia, aún más con la naturalidad manifestada por el tudesco.
—¡Espira es un bandido! —exclamó el moro.
—No digas eso —le ordenó el alemán, haciéndole una señal para que se callara —Espira es un imbécil, cree que el Reino de Oro se halla hacia los lados de la gran cordillera.
—¿Y no es así?
—No, no es así. Volveremos al Mar del Sur y lo cruzaremos…
Álvaro no quiso contradecir al tudesco y aceptó de buena gana sus fantasiosos pronósticos.
Espira salió primero, a don Nicolás eso no le importó y aguardó que Espira estuviese bien lejos de Santa Ana de Coro para empezar el viaje. Tras haber deambulado por el territorio de la provincia, a finales de 1537, Nicolás de Federmann decidió enrumbarse en dirección a las grandes montañas hasta toparse con su Mar del Sur. Por fin, la sequía del verano lo convenció de que el Mar del Sur era simplemente el llano inundado por los ríos desbordados y las lluvias torrenciales. Al contrario de lo que vuestras mercedes podrán suponer, Álvaro no se incorporó a la expedición de Federmann, por haber contraído unas fiebres que lo llevaron a los umbrales de la muerte. Tan fuerte fue la dolencia que más de una vez creyeron necesario llamar al cura para que le administrase los santos oleos. Sin embargo, desde su hamaca colgada entre dos palmeras y con voz entrecortada, Andrajosa le prometió a Federmann que tan pronto mejorase, iría a su encuentro.
No obstante, las cosas no sucedieron de ese modo. Cuando Álvaro de Andrajosa se mejoró y quiso marchar, las autoridades de Santa Ana de Coro le detuvieron y le obligaron a ceñirse los petos, ponerse el morrión y empuñar la espada para ir a dar muerte a los amenazantes indios. Andrajosa no tuvo otra opción que hacerlo y olvidarse de las andanzas del alemán.
El tiempo fue pasando entre la cálida modorra y los esporádicos ataques de los indígenas; hasta que una mañana de cielo limpio y frescas brisas, finalmente el tudesco volvió a Santa Ana de Coro. Traía la mirada excitada y parecía diez años más viejo. Cuando vio a Álvaro de Andrajosa en la entrada del pueblo se hizo el indiferente, sin embargo, esa misma noche, Nicolás fue en búsqueda de Andrajosa. Álvaro dormía en la acostumbrada hamaca, en el patio del rancho.
—Despierta moro portugués —le dijo en voz bajita.
—¿Qué desea vuestra señoría?
—¡Shhh!, habla bajo. Tengo algo importante que tratar contigo.
Álvaro de Andrajosa se incorporó en la hamaca y, cuando se dio cuenta de que la conversación era para rato, se levantó de un brinco.
—No fui a hablar con vuestra merced porque pensé que estaría molesto conmigo —le dijo el moro.
—¿Lo dices por no haber platicado contigo? Lo hice a adrede —respondió don Nicolás.
Andrajosa observó a don Nicolás con desconfianza. ¿Qué novedad traería?
—Os juro que no os entiendo —dijo Álvaro.
—Tengo un secreto y te voy a hacer partícipe de él —empezó el tudesco.
—¿Podéis ser más claro? —le preguntó Álvaro de Andrajosa a Nicolás de Federmann.
—Mientras andaba yo por esos senderos, me perdí del camino, crucé el Mar del Sur, que sorprendentemente estaba seco, y me hice amigo de unos indios que me llevaron en canoa por un río, durante días y días. Cuando me di cuenta estaba en medio de una selva.
—¿Y no os pasó nada? —preguntó Álvaro intrigado.
—¡No me interrumpas! —profirió, don Nicolás—. Pues bien, en esa tierra extraña, salen del suelo unas montañas que se levantan como mesas de roca —continuó—, y de una de ellas cae una cascada altísima. Bueno, allí está el Reino de Oro. Mis ojos lo han visto —concluyó don Nicolás de Federmann.
—¿Vuestra señoría de verdad estuvo en el Reino de Oro? —preguntó el moro asombrado.
—Por supuesto que estuve allí —respondió Federmann—. Es más, medio mundo está buscándolo, supe que un tal Sebastián de Benalcázar y un abogado andaluz llamado Gonzalo Jiménez de Quesada también lo buscan. Los españolitos me quieren quitar los méritos que yo, con mucho esfuerzo, obtuve en estas Indias, pero se equivocan: el Reino de Oro será mío … y de nuestro magnánimo rey —concluyó la sentencia, tratando de disimular su ambición ante la mirada de recelo que observó en los ojos de Álvaro que, en efecto, pensó que aquellas palabras del alemán eran demasiado osadas.
—¿Qué pretende hacer vuestra merced? —preguntó Álvaro de Andrajosa.
—Tengo un plan, pero necesito tu ayuda —respondió don Nicolás.
El moro no terminaba de asombrarse con las revelaciones del tudesco.
—¿En qué os puedo servir? —preguntó, sintiendo una desconfianza que, a duras penas, lograba disimular.
Nicolás de Federmann sacó del jubón un papel meticulosamente doblado y atado por una cinta roja.
—¿Sabes lo que tengo aquí? Traigo el mapa del Reino de Oro. Lo dibujé yo mismo mientras los indios me acompañaban hasta las faldas de la Gran Cordillera. Los soldados me dieron por muerto.
—¿Y qué cometido tengo yo en esa historia?
—No puedo andar con el mapa encima. Es la ruta hacia el reino que todos buscan. Los españoles sospechan que yo sé algo. Ellos no se comieron el cuento de que solo estuve por los llanos y selvas. Por eso, serían capaces de inventar algo para meterme otra vez en camisa de once varas.
—Ya veo.
—Quiero que vayas a Sevilla cuanto antes y te lleves el mapa. Allá debes esperar mi llegada. Tienes que proteger muy bien el documento. Cuando te encuentre, iremos los dos a hablar personalmente con el emperador Carlos V en Toledo que seguramente nos hará comandantes de la conquista.
—Pero señor ¿y el rey de ese tal Reino de Oro, os dejó visitarlo así no más?
—Los indios que me llevaron me escondieron en su casa. Deseaban que yo conociese el camino hacia sus territorios porque, según ellos, están hartos de ese príncipe indio que ultraja a las doncellas, oprime el pueblo con pesados impuestos y reina con la más vil crueldad. En la selva existen templos colmados de preciosidades, el propio rey se viste de oro y se pone ricos collares de esmeraldas y rubíes.
A la semana siguiente Álvaro de Andrajosa zarpó rumbo a España. Llevaba una pequeña caja donde guardaba unas cuantas monedas y el misterioso mapa del Reino de Oro. El plan estaba muy bien preparado, hasta el punto de que Nicolás de Federmann siguió fingiendo que la relación de amistad, que otrora había mantenido con el moro, se había enfriado. Y vuestras mercedes convendrán en que jamás nadie sospecharía que el secreto de la deseada tierra dorada descansaría en la insignificante cajita de Álvaro de Andrajosa.
Sin embargo, nuestro morisco portugués ignoraba que, a muchas leguas de aquel villorrio de la provincia de Venezuela, en Lisboa –la Reina de los Mares–, un poderoso hidalgo controlaba una eficiente red de soplones que espiaban cada paso que Nicolás de Federmann daba. Esa vigilancia se originó porque Espira, el otro gobernador, se había intrigado con el frecuente cuchicheo entre el moro y el alemán. Antes de llegar a Venezuela, Espira había permanecido algunos meses en Lisboa, ocupado con los jugosos negocios de los Welser, y allí hizo amistad con el hidalgo conocido por sus leales colaboradores como El Caballero de la Capa Negra. Por eso, antes de que don Jorge se embarcase hacia Tierra Firme, ambos hombres hicieron un pacto y Espira le prometió hacer hasta lo imposible por encontrar el famoso Reino de Oro.
Ahora, sus planes habían fallado y solamente la determinación de Nicolás de Federmann lo convenció de que él sabría más del asunto. Además, la súbita desaparición de Álvaro de Andrajosa le alarmó. Pero los planes del moro cambiaron súbitamente. A mitad de la travesía hacia Sevilla, la idílica doncella lusitana de Tánger se le apareció de nuevo en un sueño. Iba vestida de negro y llevaba la muerte en la mano. Cuando Álvaro de Andrajosa la contempló, así de fatal y con un semblante tan cadavérico, se asustó, aunque la voz de la doncella le parecía dulce como los dátiles de su tierra. El mensaje que ella le traía lo dejó sin palabras. La muerte se le acercaba, y era necesario que él se deshiciera del mapa cuanto antes. Al día siguiente el moro estaba tan débil que no fue capaz de levantarse de la hamaca. Sentía mareos, náuseas, y vomitaba a menudo. Días después empezó a sufrir pérdidas de sangre, lo cual lo mantenía en un estado deplorable, y creyó de inmediato que la muerte le atraparía, tal como le había advertido la doncella.
Una semana después la nao atracó en la Isla de Madeira y el pisar tierra de nuevo le devolvió a Andrajosa las energías que tanto necesitaba. Entonces, más repuesto, intentó indagar algo sobre su viejo amigo Roque Fernandes.
—Ha salido de Lisboa y se halla camino a África, donde fue a capturar negros bajo el mando de Fernão Pinto —le dijo un capitán portugués, manco de un brazo y con el ojo izquierdo vaciado.
—¿Cree vuestra merced que ya habrá pasado por Tánger? —le preguntó.
—A estas alturas sí, pero conociendo como conozco a Fernão Pinto, volverá a pasar por allí al regreso —le respondió el capitán.
Aprovechando el aventón de una nao que regresaba de la India, Álvaro de Andrajosa se fue a Tánger.
Cuando llegó a su terruño sintió que su más grande aventura terminaba allí. Estaba flaco como un palo de escoba y con la cara surcada de arrugas. Buscó a sus parientes y se acostó en un buen jergón. La muerte llegaría rápido y el mapa del Reino de Oro debería, cuanto antes, llegar a manos de Roque Fernandes…

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