segunda-feira, 12 de novembro de 2018

EL INICIO DE "EL MAPA DEL REINO DE ORO" DE RAINER SOUSA


EL INÍCIO



Lisboa, 5 de diciembre de 1577




Un resplandor corta la oscuridad profunda de mi ciudad y dibuja un sable de color del fuego en la inmensidad del cielo. Desde mi ventana lo veo e intento plasmarlo en la superficie áspera del papel. La mecha de la vela sigue ardiendo a mi lado, su luz se refleja en el vacío de la habitación. Allá bajo, la ciudad se pierde en un entramado de calles y callejuelas por las que camino desde el día bendito en que mi padre adoptivo, fray Luís de Ataíde, me llevaba de la mano y con gusto religioso me señalaba la serie de iglesias y capillas que, desde siempre, han brotado en el accidentado suelo de Lisboa como hongos que se acogen a la humedad de una roca. La verdad es que la llegada de ese astro, que por la noche rompía la negritud del cielo lisboeta, estimulaba aún más la prédica de catástrofes inevitables que, según los profetas de la desgracia, estarían prestas a caer como una brutal hecatombe.
Pero años atrás, precisamente antes de que las agonías se acercasen tanto a mi plácida vida, yo seguía paseando por esa ciudad laberíntica acompañado por la figura paternal de Luís de Ataíde, quien me protegía como un frondoso olmo.
Más tarde, cuando el bozo ya empezaba a despuntar bajo mi nariz, solo y absorto en mis pensamientos y sueños secretos, comencé a deambular por las tabernas de la zona baja, perdiéndome entre marineros y marinos que me narraban cuentos fantásticos que echaban a volar mi imaginación.
Así me imaginaba, lanzándome desde el punto más alto de la Alcazaba Real sobre la mayor colina de Lisboa. Entonces me perdía en el horizonte buscando esas playas de arenas rosadas, aquellas montañas tan altas como la antigua Torre de Babel y aquellos palacios que estarían repletos de riquezas tan refulgentes que, al mirarlas, cualquier humano quedaría ciego.
Ya para esos años Luís de Ataíde había muerto de una honorable vejez. Creo que él soñaba con sus últimas horas de aliento, cubierto de pústulas negras y sufriendo los latigazos de la peste, el más mortífero flagelo que azotaba la Lisboa de mi época. Para un hombre como mi padre adoptivo, esa era la mejor manera de morir. Luís de Ataíde creía píamente que los sufrimientos atroces limpiarían su espíritu de pecado y lo prepararían para el encuentro con la deidad.
Pero no fue como él lo deseaba. En los últimos años mi padre y yo nos habíamos mudado a una humilde casa ubicada cerca del Tajo, porque la humildad era un requisito indispensable para la santificación final. Aunque siempre sospeché de ese argumento, mientras nos sentábamos en la mesa y degustábamos los bocadillos que él afanosamente preparaba para ahogar el hambre.
En verdad, el ambiente en la casa de la calle de Oliveira no era propicio para quedarnos. Los hermanos de mi padre adoptivo se afligían con la fama de rebelde que Luís de Ataíde se había granjeado durante toda su vida, quizá por ser un hombre de casta recia que desde hacía años vivía en perpetua y secreta sublevación espiritual. Y os digo que, si alguien lo hubiese descubierto, no me cabe la menor duda de que los tenebrosos tentáculos de la Santa Inquisición lo habrían reducido a cenizas maldecidas que luego hubiesen esparcido en las frías aguas del Tajo. Quizá por eso fray Luís de Ataíde prefirió vivir plenamente en las catacumbas de sus desaforadas ideas y sobrevivir a la luz del día, disfrazado de ejemplar sacerdote, aunque nunca renunció a su verbo encendido, al que recurría en cada oportunidad para declamar arengas en público, acusando a los excelsos del reino de las calamidades que les iban cayendo.
Para colmo de males, a sus hermanos les molestaba aún más que él me hubiera adoptado, con todo el amor paternal posible, y dejase que el público más selecto de Lisboa se imaginara que yo fuera realmente su hijo bastardo, plantado en el vientre de alguna esclava, de las legiones de sirvientas moras y negras que ya poblaban la ciudad por los cuatro costados.
Entonces, por las calles, la gente me miraba con ojos escandalizados y repletos de desprecio por la tonalidad morena de mi piel, el pelo algo encrespado, la figura alta y el porte altivo que solo años más tarde supe de dónde provenía. De hecho, mis ojos hacían retumbar aún más en la mente de los curiosos las incontables posibilidades que encerraría mi origen, tal vez por su color verde, que en nada se relacionaba con la estirpe de los Ataíde, en la cual, por generaciones, predominaron los ojos oscuros, el pelo castaño y la piel pálida.
Al fin, cuando supe que mi padre estaba dispuesto a revelarme parte de mi pasado, creí que se acercaba al final de su existencia, y que la senilidad traicionaba su reputación de hombre ponderado. Mi reacción, con una mezcla de asombro y a la vez de miedo, fue taparle la boca. En realidad, temía afrontar la verdad. Pero esta historia no me la contó solo Luís de Ataíde, la conocí por medio de su mejor amigo y confidente, el señor Lopo Farías, el mismo que si hubiese tenido el talento para escribir habría revelado los enigmas más escabrosos de mi Lisboa natal. Cuando lo vi por primera vez ya era un anciano medio ciego, pues las huellas del tiempo se marcaban en su piel y, sobre todo, en el agotamiento de su vista. Aun así, Lopo me invitaba a su casa, en la Calle do Poço da Fotea, y allí pasábamos tardes de sol y lluvia hablando de las novedades del reino, de los chismes de la corte, de los sucesos acaecidos en lejanos puntos del Imperio y de aquellos capítulos del pasado que antes parecían infranqueables por la mano de un tiempo enigmático y oscuro que, con su ayuda, se abría poco a poco.
—¿Cómo conociste a Luís de Ataíde? —le pregunté a Lopo con un fuerte deseo de abrir la puerta de mi pretérita vida.
Lopo se hacía el desentendido con las mismas mañas empleadas por mi padre adoptivo. Sin embargo, un día no se resistió más y me llevó hacia la terraza de su casa. Me pareció que estaba cansado o harto de guardar una gran cantidad de historias y personajes que se enredaban y peleaban entre sí, trepando por el túnel de los recuerdos, ansiosos por cobrar vida a través de la palabra narrada.
Les confieso a vuestras mercedes que sentí miedo de lo que pudiese haber tras la oscura cortina que se interponía entre mis deseos auténticos y lo que yo consideraba la verdad. Lopo Farías tendría entonces que ayudarme a desentrañar las raíces escondidas en el polvoriento subsuelo de la misteriosa Lisboa. Seguramente sospechaba que moriría pronto y no tenía sentido llevarse a la tumba los secretos comprados a los curas de la iglesia de Santa María Madalena, la misma donde muchísimos años atrás fue sepultada la única madre que Lopo Farías conoció y amó con todas las fuerzas del alma: la renombrada Lucrecia Gomes.
Por eso, cuando el astro reluciente cruzó el oscuro cielo de Lisboa, los sacerdotes más místicos y los dementes más visionarios de la ciudad se envalentonaron al punto de declamar públicamente un rosario de catástrofes que, según ellos, advendrían en los próximos años como apocalípticas lluvias invernales. El rey no soportó los augurios y, una mañana de primavera, los cuerpos de los “videntes” aparecieron colgados de horcas improvisadas en los descampados cercanos a las murallas. Yo no les creí, tal vez porque también hubiese sucumbido al miedo de la justicia real.
Sin embargo, una noche, sentado, frente a la ventana, me fijé que el rastro amarillo –en forma de sable– rasgaba no solo las negras alturas del cielo de Lisboa, sino que también perturbaba mi espíritu. Esa súbita emoción me instigaba a hacer un viaje retrospectivo hacia mis orígenes, al origen de todo para hallar en el entramado de historias, historietas y cuentos, la razón de mi vida y la de los demás. Fue así como tomé la pluma y, antes de empezar a escribir esta larga historia, dibujé un sable y lo pinté del color del oro, del mismo oro que existiría abundantemente en los cerrados bosques de una tierra lejana. Lo imaginé cortante con su filo incisivo, dispuesto a desvelar todos los secretos y enigmas de mi persona… Me llamo Diogo de Ataíde, poeta y escribidor de oficio.



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