terça-feira, 9 de outubro de 2018

PRIMER CAPÍTULO DE UNA NOVELA QUE ESCRIBÍ HACE TIEMPO, ES UN BORRADOR


Prólogo


Lisboa, abril de 1572



Un día de principios de abril de 1572 Isabel Boaventura apareció muerta, acostada en una impecable sábana blanca, exhibiendo minúsculos pétalos de geranios rojos encima y alrededor de su cadáver. Estaba pálida y traía los labios sonrientes, cosa que le combinaba en un rostro donde extrañamente reinaba una inexplicable expresión de felicidad; eso sin hablar en sus espléndidos cabellos rubios, cayéndole por sobre los hombros que quienes la mirasen así, desde cualquier rincón, se guardarían para siempre aquella imagen como una visión sublime de belleza o un raro destello celestial que solamente la amarga y despiadada muerte podría regalar al más extraordinario de los mortales.
Pero sepan vuestras mercedes que esto no fue lo único. Los que pudieran entrar a su habitación, habían quedado atrapados en un clima de tanto misticismo, al punto que un perfumado olor a geranios lograba también mantenerlos extasiados. Isabel estaba muerta, no cabía duda de ello; una herida profunda se revelaba en la piel de su abdomen como si alguien le hubiese hundido un puñal para desgarrarla no solamente en su cuerpo, sino en el alma y en todas aquellas cosas que se conectan con el corazón y brotan por el espíritu. La verdad es que el caso fue tan insólito, y digno de comentarios, que en seguida quienes la hallaron de esa manera, presentían que esa cosa de pétalos y cadáver extraordinariamente bello fuese una obra más del demonio.Por alguna razón desconocida, aunque para mi sobradamente conocida, sus familiares no solicitaron a nadie de la Santa Inquisición a que viniese a constatar el hecho. Más bien, buscaron a mi padre adoptivo, fray Luis de Ataíde para que los fuera a consolar. En esa época yo y el fraile morábamos cerca del Tajo, en el Terreiro do Corpo Santo, en las traseras del palacio del poderoso Manuel Corte Real, pero en una humilde casa en la cual el viejo sacerdote deseó pasar sus últimos años de vida. Estaba bastante anciano como para meterse en esos líos de muertos, brujerías y supuestos pactos con Satanás. Y yo, para decirles la verdad, ni siquiera tuve la intención de meterme en esos asuntos, con el temor que con la voz ronca y estruendosa Luis de Ataíde me llamase de “entrometido.Pero, aunque las fuerzas le empezasen a fallar, el fraile conservaba aún las salas, pasillos y habitaciones de su memoria impecablemente intactos como si fuesen una reliquia sagrada que se guarda y se mantiene en un requintado cofre de vidrio y es colocado en algún altar de talla dorada.
 Fue de esa manera que fray Luis de Ataíde se enteró de la sorpresiva y prematura muerte de Isabel Boaventura. No sé qué cosillas más sabría él de ella, pero una vez que se supo de lo acaecido, agarró en su bastón y se marchó en dirección al leste de Lisboa. Era una mañana gris y las gaviotas volaban en círculo por encima de la ciudad. En Lisboa persistían los aromas de principios de primavera con el polen de las flores viajando en los flujos de aire que corren por el cielo y las veredas de la ciudad. Extrañamente ésos eran precisamente los días que a él, Luis de Ataíde, más le agradaban. 
Los Boaventura, para ese entonces vivían, en São Cristovão. Habían dejado la humilde casa de Alfama donde por varios años habían morado mis bisabuelos y restantes parientes y se habían mudado a otra parroquia de la ciudad. Dejadme deciros que algunos ramos de la familia, en este particular el de mi tío Bartolomeo Boaventura, se había mudado de allí porque deseaba habitar en un sitio más agradable, más acorde a su bolsillo, lejos de la muchedumbre empobrecida de la ciudad y de los ojos repletos de envidia de los vecinos paupérrimos de aquel viejo y conocido barrio de Lisboa.
La casa de los Boaventura era una casa algo vistosa, mediamente grande que poseía unos cuantos peldaños de granito, los cuales, a su vez, conducían el visitante hasta una puerta oscura de contornos ovalados. Estaba pintada de blanco, a la usanza de los moriscos, y sus paredes lucían manchones verdosos debido al musgo que allí crecía gracias a las brisas húmedas que subían desde el Tajo en los meses fríos del año. Poseía dos pisos; abajo se hallaba la sala, la cocina y un patio donde los Boaventura creaban unos cuantos conejos, tres gallinas y un gallo; y arriba un largo pasillo con entradas a las distintas alcobas cuyas ventanas daban hacia la Calle de las Flores en la mencionada parroquia de São Cristovão, la cual aniñada en el cerro, hace muchos siglos antes había surgido la vieja Lisboa entre leyendas de fenicios, calzadas romanas y hechizos de moras encantadas.
Dos niños descalzos esperaban al fraile del lado de afuera. No fue necesario tocar la gruesa puerta de madera para que la misma se abriera en pocos instantes. Lo primero que Luis de Ataíde vio fue el rostro triste y lloroso de una mozuela de ojos marrones que tras haberle besado la mano, lo hizo entrar.
“El olor es raro”, pensó mi padre. La fragancia de las lluvias primaverales de abril había quedado en el ambiente de la ciudad y adentro dominaba la atmósfera, un intenso olor a geranios que parecía desprenderse de las paredes, de los incontables objetos y del proprio suelo. Un escalofrío penetró la espina de Luís de Ataíde hasta hacerlo estremecer; seguramente lo que allí se había pasado tendría repercusiones más allá de los límites de la fe cristiana y de lo que veía con esos ojos humanos y terrenales que un día la tierra se habría de tragar.
Pero mientras iba subiendo las escaleras de la casa, que comunicaban el zaguán con el piso donde se hallaban las habitaciones, un murmurio de personas hablando causó en el fraile una decepción. Era obvio que otras personas habían llegado primero que él. Aún a lo lejos pudo reconocer la voz de fray Câmara, su enemigo más recalcitrante en aquella Lisboa de quimeras y desilusiones.
“Buenos días, fray Luis”, saludó Bartolomeo Boaventura quien se había asomado a la puerta de la alcoba al escuchar el taconazo del bastón en el suelo de piedra; su voz, siempre jovial y alegre, ahora sonaba quebradiza y solemne.
 “Buenos días”, contestó el fraile con un incontenible malhumor.
Bartolomeo comprendió la actitud del sacerdote y las razones que habría en él para reaccionar con esos modales tan poco corteses; de hecho, todos conocían la profunda enemistad que existía entre los dos frailes, la cual venía desde hace muchos años atrás, de otras historias y cuentos.
Câmara era mayor que fray Luis de Ataíde y esto, aunque suene extraño, reconfortaba el alma de mi padre, sobretodo porque Câmara se hallaba casi ciego y la figura que ostentaba se asemejaba más a un antiquísimo árbol de hondas raíces en un suelo íngrimo que a un honorable anciano. Se movía con dificultad, la respiración parecía quedarse suspensa con continuos ataques de tos, pero, pese a todo esto, su forma de hablar y mover las manos durante las conversaciones rebelaban destellos de una lucidez y agilidad sorprendentes. Además de eso, Câmara pertenecía a la orden de los dominicos, los llamados “perros de Dios”, mientras que mi padre era miembro de la honrosa clase de los frailes jerónimos.
Pero al entrar en aquella alcoba, de dónde provenía el olor dulce y refrescante de una primavera en flor, Luís de Ataíde pronto se olvidó de sus rabias y sinsabores. No solamente se hallaba en el recinto el ignominioso Câmara, sino también un círculo de hombres, casi todos sacerdotes y por detrás de estos, los parientes más cercanos de la difunta: su padre Bartolomeo, la madre Beatriz Mendes y la hija más joven de la pareja, la pequeña Leonor.
Aunque Luís de Ataíde era sobradamente conocido, nadie en la habitación pareció percatarse de su presencia. Esto le causó un leve incomodó. A final hasta un hombre santo como mi padre tenía derecho al ego proprio de uno de los lisbonenses más conocidos de la ciudad. De hecho, todos le apabullaban un halo de santidad que, según sus defensores, parecía pairar sobre su cabeza, tal cual un santo de altar. Eso porque desconocían los sentimientos heréticos que su corazón albergaba y los pensamientos que se apoderaban de su mente durante las horas aparentemente tediosas, pasadas en la ventanita de tablas carcomidas de su pequeña habitación que daba hacia el Tajo.
“¿Qué ha pasado para que me hubieseis llamado?”, preguntó el fraile, más audible para que todos se volteasen y se dieran cuenta de que él había llegado.
Entonces, uno por uno se abrieron espacio de manera a que Luis de Ataíde pudiese entrar en el círculo. Lo que él vio lo sorprendió.
Una cama de madera, finamente tallada en palo Brasil, soportaba el cuerpo de la bella Isabel Boaventura; la cual vestía de blanco, con una expresión límpida e asombrosa. Por encima del vientre y al lado de los brazos y piernas, incontables pétalos de geranios rojos yacían con ella en un ambiente diáfano. “Estaba blanca como la luna llena y esplendorosamente bella”, me lo dijo ese mismo día Luís de Ataíde al platicar conmigo antes de acostarse. Por algunos instantes mi padre la consideró más linda muerta que viva. ¡Qué sacrilegio! ¿Cuántos de los presentes sabrían la verdad sobre Isabel Boaventura?; sobre su amor secreto, esa relación prohibida que había mantenido por algún tiempo con don Sebastián, el rey de Portugal.
Sin querer los ojos de mi padre se habían aguado con algunas lágrimas que insistían asomarse a sus dos ojos marrones. Era injusto, y mucho más inmerecido esa muerte a manos de algún secuaz, de una manera que revelaba una gran dosis de crueldad y hechicería.
“Es obra del demonio”, dijo fray Câmara, entre dientes y persignándose.
Todos asentaron las cabezas, menos fray Luis de Ataíde que se mantenía con la postura erecta y su mano derecha apoyada en el bastón que traía. Bartolomeo lo miraba de reojo, con la esperanza de que la opinión del sacerdote fuera a cambiar el posible destino que aguardaría el cadáver de su hija; sería irrespetuosamente quemado y sus cenizas volcadas al rio como solía suceder a los cuerpos supuestamente demonizados que caían en manos de la Inquisición.
“Siempre habéis pensado que todo lo que pasa en este reino es culpa del diablo”, le contestó mi padre en forma de reprimenda.
Ahora todos dirigían las miradas a su figura. Fray Câmara también se sorprendió; era como si Ataíde lo retase con palabras ácidas. Esta actitud podría ser aún más dilacerante que una espada toledana en pleno duelo.
“Creo que vuestra merced no ha entendido lo que ha sucedido aquí; cosa que no me extraña del todo, desde hace tiempo que percibo una renuencia de vuestra parte en comprender la verdadera naturaleza de todas estas desgracias que aquejan a nuestro reino”, contestó Câmara.
“Estimado compañero, lo he entendido muy bien: alguien ha entrado en esta alcoba y le ha hundido un puñal en el vientre de doña Isabel Boaventura; es decir, hay un asesino suelto en las calles de Lisboa”.
“Y ¿dónde se ha visto que la sangre se convierta en pétalos de geranios rojos? Y además de eso, ¿dónde se ha visto que haya geranios en esta época del año?”, preguntó un hombre de jubón aterciopelado y gorro emplumado.
“Recordad el milagro de las rosas de la reina Santa Isabel…”, dijo alguien del grupo con una voz ronca. “Hubo rosas en pleno invierno…”
Un rastro de rumores y palabras entredichas recorrieron el ambiente, mientras Luis de Ataíde aún seguía retando a todos con la mirada. Una madre de ojos enrojecidos por las lágrimas, sollozaba bajito cercana a la puerta, una niña de pelo oscuro miraba a todos con una mezcla de asombro y tristeza mientras Bartolomeo se mantenía taciturno en uno de los rincones. Era una situación muy dolorosa, hace tan solo algunos meses el tribunal del Santo Oficio lo había liberado por órdenes expresas del propio rey don Sebastián; había sido encarcelado porque sencillamente había podido transformar un pequeño escarabajo en oro puro, y con ese hecho se había convertido en el primer alquimista de conocimiento público de toda Lisboa.
De hecho, fueron muchas las veces en las cuales Luis de Ataíde le había aconsejado a que se dejase de esas experiencias y manías de querer convertir hasta el alma de cualquier ser viviente en ese metal precioso. Sin embargo, ahora, con la insólita muerte de su hija, la reputación de la familia volvía a ser mancillada.
 “Es hora que hagamos algo”, prorrumpió Câmara. “En mi opinión, los Boaventura debieran estar nuevamente presos en los Estaus; ya basta de brujerías, judaísmo y pactos con el demonio”.
 “Fray Luis, con estas evidencias me imagino que vuestra señoría no tendrá argumentos”, dijo un sacerdote de aspecto grave, de hábito pardo, que exhibía rotos en la tela y emanaba un insoportable olor a sudor.
Luis de Ataíde seguía callado. La muerte de Isabel Boaventura era por supuesto una estocada fuerte que hería su portentosa y habitual capacidad de argumentación. En este caso, sólo la palabra del rey podría salvar a los Boaventura de la desgracia.
Pero ¿sabrá el rey de la muerte de su amante?
Entonces mientras todos discutían el caso de la muchacha, de aquella muerte injusta y crudelísima, Luis de Ataíde empezó a inspeccionar con su mirada de águila cada rincón de la alcoba. A pesar de que Bartolomeo hubiese enriquecido con el comercio de zapatos, los muebles de la casa aparentaban rusticidad y sencillez. Un pequeño baúl yacía al lado de una ventana, una billa de barro oscuro permanecía en el suelo y detrás de ella, una pequeña mesa de pino y un banquito de tres piernas captaban la atención de mi padre. Era un detalle portentoso, tratándose de la alcoba de una mozuela y aparentemente sin cualquier tipo de instrucción, pero extrañamente ninguno de los presentes había sido capaz de fijar su atención en estos dos muebles y mucho menos en otros detalles más: dos hojas de papel amarillento seguían sobre la mesa mientras que una pluma, en vez de estar en su respectivo tintero, se hallaba encima de una de ellas. Una mancha negra empapaba, en forma de gota, la superficie áspera del papel. “Aún está fresca”, pensó Luis de Ataíde. Para él, más claro no cantaba un gallo: Isabel Boaventura había estado escribiendo una carta momentos antes de ser asesinada; entonces aparentando consternación, el fraile empezó a acompañar los presentes en un rezo que uno de los sacerdotes había empezado a recitar. En realidad, deseaba sumergirse en sus cavilaciones, procurando ligar las piezas desavenidas de aquel caso que ensombrecería a Lisboa durante aquel año de 1572.
¿Qué habría escrito Isabel antes de morir? Y lo más importante de todo, ¿a quién se destinaba la carta? Si tan sólo pudiese desvelar el enigma, tal vez lograse descubrir a la persona involucrada en el crimen. Sin pensarlo dos veces, una figura siniestra cruzó los estrados de su mente. En toda Lisboa únicamente un personaje estaría en capacidad de ayudarlo.
 Mientras mi padre reflexionaba con sus ojos diminutos y casi encerrados en sus párpados caídos y envejecidos, los cuales parecían nuevamente brillar de astucia, su cuerpo permanecía incólume, al lado de una virgencita tallada en madera indiana. De súbito, el fraile halló un objeto extraño; disimuladamente se acercó y al detallarlo mejor encontró a una pequeña piedra, en forma de media luna, brillante, incandescente, de color blanquecino, que por su proximidad a la ventana, no lograba revelar la brillantez que emanaba. El primer impulso de mi padre fue persignarse, pero si lo hacía, los demás en la alcoba se darían cuenta de aquel detalle sorprendente. Entonces Luis de Ataíde puso el pie derecho sobre la piedra y allí se sostuvo hasta que la mente le brindara una solución de cómo llevársela.        
Y mientras iba sumando puntos, restando otros y metiéndose con elementos de sus más lejanos recuerdos y vivencias, todo con la piadosa finalidad de librar aquellos judíos malparidos, que yo, Diogo de Ataíde, más tarde llegaría a saber que eran mis parientes, un viento fuerte sacudió la casa al punto de que la gente creyó que un cataclismo se estaba abarrotando sobre la Lisboa de las siete colinas. Entonces las tablas de la ventana se estiraron hacia tras hasta golpear duramente las paredes de la alcoba. Todos se sobresaltaron, y hubo unos cuantos que cayeron de rodillas persignándose incontables veces y murmurando plegarias que se volvían mudas con el silbido de la fuerte brisa.
Y fue de esa manera, que lo inesperado sucedió: las sábanas sobre las cuales reposaba el cuerpo de la bella Isabel se fueron, poco a poco, levantando del lecho, y juntamente con ellas su cadáver frio y sonriente. Los rojos pétalos de geranio comenzaban a caer al piso y encima de los presentes mientras el bulto subía y subía en el espacio.
Mi padre solía contarme que uno de los diminutos pétalos voló hacia él y con la fuerza del viento se le había pegado al pecho, precisamente a la altura del corazón.
Entonces para seguir yo con este cuento, que vuestras mercedes seguramente juzgarán mentira, pero que es la más pura verdad pues la comparo yo con las aguas cristalinas del más puro manantial; dejadme deciros que Isabel, acostada sobre aquellas inmaculadas sábanas, salió por la ventana, subió por el vacuo infinito de ese cielo lisbonense plomizo de un lluvioso abril, hasta revolotear por toda la inmensidad, mientras una infinita hueste de pétalos seguía cayendo al piso, otros volaban por Lisboa como minúsculos insectos rojizos en bandadas;  y la muchedumbre que desde abajo contemplaba a Isabel, corría por las calles y callejuelas en el afán por coger aquellos pequeñísimos retazos color carmesí,  extraños y perfumados.
De hecho, fray Luis de Ataíde fue el único que se asomó a la ventana en el intento por ver qué sucedería a Isabel. ¿Hacia dónde deseaba ir “la muerta”? Y desde aquella casa, de la cual se avistaba el Tajo, mi padre observó, con sus ojos bien abiertos de espanto, el momento en el cual Isabel fue llevada por la brisa hacia bien arriba del río y lentamente fue cayendo en la corriente del Tajo hasta hundirse majestuosamente y desaparecer de la vista humana.
Después todo fue silencio, un silencio con olor a soledad, triste y pintado de gris. Aunque no fuese hora de que sonaran las campanas, pasado algunos instantes el aire de Lisboa había sido inundado por el sonido estridente de las iglesias. No había pasado ni siquiera una hora cuando los sacerdotes empezaron a llamar al arrepentimiento a la multitud religiosa y cristiana; era necesario confesarse piamente, darse golpes de pecho, prenderle a los santos legiones de velas y alejarse del Tajo.
“¡Hay que hacer algo ya!”, dijo fray Câmara, contundente y recomponiéndose el hábito, mirando a dos mozuelos con aires y rasgos mercenarios que allí lo habían acompañado desde el Palacio de los Estaus, “Vigilad para que estos marranos no se escapen. De esta vez estos malditos hijos de Belcebú no podrán huir”.
Fray Luís de Ataíde no dijo nada, se limitó a apoyarse en su bastón, dio unos pasos hacia el pasillo, bajó lentamente las escaleras y se marchó a su casa. Sabía que solamente hasta aquel momento podría lograr que su labia hiciera milagros.
Entonces, a fuerza de bastonazos hincados en el suelo de Lisboa,  fray Luis de Ataíde fue caminando, entró en su casa, no dijo ni buenas tardes o cosa que se le pareciese, y se acostó en su jergón con la mente en blanco y esperando una revelación del más allá. En la faltriquera de su hábito estaba la piedra enigmática, otro vestigio más de aquel extraño incidente.
Pero, tras haber dormido, la noticia le llegó como un tobo de agua helada. Al día siguiente tres mujeres habían sido quemadas vivas, acusadas por la chusma de brujerías y pactos con Satanás. Un grupo de hombres y mujeres las habían llevado hacia las afueras de las murallas, en el lado oriental de Lisboa, y con unas pocas ramas secas de olivo habían improvisado una estaca y una hoguera. Sin derecho a cualquier defensa y con el complaciente beneplácito de las autoridades del burgo, es decir del clero y de la hidalguía más supersticiosa, las tres mujeres expiraron gritos desgarrados hasta convertirse en carbón. Luego, cuando las cenizas se enfriaron, los más supersticiosos llenaron las manos de los pordioseros con limosnas para que éstos se encargaran de esparcirlas en el rio. 
La cacería de brujas había empezado y antes de que el sol se acostara por debajo de la línea del Tajo, Luís de Ataíde se dirigió a la Casa de los Bicos donde moraba el pérfido Caballero de la Capa Negra, don Brás de Albuquerque. Extrañamente éste, ahora, lo podría ayudar…

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