Prólogo
Lisboa, abril de 1572
Un
día de principios de abril de 1572 Isabel Boaventura apareció muerta, acostada
en una impecable sábana blanca, exhibiendo minúsculos pétalos de geranios rojos
encima y alrededor de su cadáver. Estaba pálida y traía los labios sonrientes,
cosa que le combinaba en un rostro donde extrañamente reinaba una inexplicable
expresión de felicidad; eso sin hablar en sus espléndidos cabellos rubios, cayéndole
por sobre los hombros que quienes la mirasen así, desde cualquier rincón, se
guardarían para siempre aquella imagen como una visión sublime de belleza o un
raro destello celestial que solamente la amarga y despiadada muerte podría
regalar al más extraordinario de los mortales.
Pero
sepan vuestras mercedes que esto no fue lo único. Los que pudieran entrar a su
habitación, habían quedado atrapados en un clima de tanto misticismo, al punto
que un perfumado olor a geranios lograba también mantenerlos extasiados. Isabel
estaba muerta, no cabía duda de ello; una herida profunda se revelaba en la
piel de su abdomen como si alguien le hubiese hundido un puñal para desgarrarla
no solamente en su cuerpo, sino en el alma y en todas aquellas cosas que se
conectan con el corazón y brotan por el espíritu. La verdad es que el caso fue
tan insólito, y digno de comentarios, que en seguida quienes la hallaron de esa
manera, presentían que esa cosa de pétalos y cadáver extraordinariamente bello
fuese una obra más del demonio.Por
alguna razón desconocida, aunque para mi sobradamente conocida, sus familiares
no solicitaron a nadie de la Santa
Inquisición a que viniese a constatar el hecho. Más bien, buscaron a mi
padre adoptivo, fray Luis de Ataíde para que los fuera a consolar. En esa época
yo y el fraile morábamos cerca del Tajo, en el Terreiro do Corpo Santo, en las traseras del palacio del poderoso
Manuel Corte Real, pero en una humilde casa en la cual el viejo sacerdote deseó
pasar sus últimos años de vida. Estaba bastante anciano como para meterse en
esos líos de muertos, brujerías y supuestos pactos con Satanás. Y yo, para
decirles la verdad, ni siquiera tuve la intención de meterme en esos asuntos,
con el temor que con la voz ronca y estruendosa Luis de Ataíde me llamase de “entrometido.Pero,
aunque las fuerzas le empezasen a fallar, el fraile conservaba aún las salas, pasillos
y habitaciones de su memoria impecablemente intactos como si fuesen una
reliquia sagrada que se guarda y se mantiene en un requintado cofre de vidrio y
es colocado en algún altar de talla dorada.
Fue de esa manera que fray Luis de
Ataíde se enteró de la sorpresiva y prematura muerte de Isabel Boaventura. No
sé qué cosillas más sabría él de ella, pero una vez que se supo de lo acaecido,
agarró en su bastón y se marchó en dirección al leste de Lisboa. Era una mañana
gris y las gaviotas volaban en círculo por encima de la ciudad. En Lisboa
persistían los aromas de principios de primavera con el polen de las flores
viajando en los flujos de aire que corren por el cielo y las veredas de la
ciudad. Extrañamente ésos eran precisamente los días que a él, Luis de Ataíde,
más le agradaban.
Los
Boaventura, para ese entonces vivían, en São
Cristovão. Habían dejado la humilde casa de Alfama donde por varios años habían morado mis bisabuelos y
restantes parientes y se habían mudado a otra parroquia de la ciudad. Dejadme
deciros que algunos ramos de la familia, en este particular el de mi tío Bartolomeo
Boaventura, se había mudado de allí porque deseaba habitar en un sitio más
agradable, más acorde a su bolsillo, lejos de la muchedumbre empobrecida de la
ciudad y de los ojos repletos de envidia de los vecinos paupérrimos de aquel
viejo y conocido barrio de Lisboa.
La casa de los Boaventura era una
casa algo vistosa, mediamente grande que poseía unos cuantos peldaños de
granito, los cuales, a su vez, conducían el visitante hasta una puerta oscura
de contornos ovalados. Estaba pintada de blanco, a la usanza de los moriscos, y
sus paredes lucían manchones verdosos debido al musgo que allí crecía gracias a
las brisas húmedas que subían desde el Tajo en los meses fríos del año. Poseía
dos pisos; abajo se hallaba la sala, la cocina y un patio donde los Boaventura
creaban unos cuantos conejos, tres gallinas y un gallo; y arriba un largo
pasillo con entradas a las distintas alcobas cuyas ventanas daban hacia la
Calle de las Flores en la mencionada parroquia de São Cristovão, la cual aniñada en el cerro, hace muchos siglos
antes había surgido la vieja Lisboa entre leyendas de fenicios, calzadas
romanas y hechizos de moras encantadas.
Dos niños descalzos esperaban al
fraile del lado de afuera. No fue necesario tocar la gruesa puerta de madera
para que la misma se abriera en pocos instantes. Lo primero que Luis de Ataíde
vio fue el rostro triste y lloroso de una mozuela de ojos marrones que tras
haberle besado la mano, lo hizo entrar.
“El
olor es raro”, pensó mi padre. La fragancia de las lluvias primaverales de
abril había quedado en el ambiente de la ciudad y adentro dominaba la atmósfera,
un intenso olor a geranios que parecía desprenderse de las paredes, de los incontables
objetos y del proprio suelo. Un escalofrío penetró la espina de Luís de Ataíde
hasta hacerlo estremecer; seguramente lo que allí se había pasado tendría
repercusiones más allá de los límites de la fe cristiana y de lo que veía con
esos ojos humanos y terrenales que un día la tierra se habría de tragar.
Pero mientras iba subiendo las
escaleras de la casa, que comunicaban el zaguán con el piso donde se hallaban
las habitaciones, un murmurio de personas hablando causó en el fraile una
decepción. Era obvio que otras personas habían llegado primero que él. Aún a lo
lejos pudo reconocer la voz de fray Câmara, su enemigo más recalcitrante en
aquella Lisboa de quimeras y desilusiones.
“Buenos días, fray Luis”, saludó
Bartolomeo Boaventura quien se había asomado a la puerta de la alcoba al
escuchar el taconazo del bastón en el suelo de piedra; su voz, siempre jovial y
alegre, ahora sonaba quebradiza y solemne.
“Buenos días”, contestó el fraile
con un incontenible malhumor.
Bartolomeo comprendió la actitud del
sacerdote y las razones que habría en él para reaccionar con esos modales tan
poco corteses; de hecho, todos conocían la profunda enemistad que existía entre
los dos frailes, la cual venía desde hace muchos años atrás, de otras historias
y cuentos.
Câmara era mayor que fray Luis de Ataíde y
esto, aunque suene extraño, reconfortaba el alma de mi padre, sobretodo porque Câmara
se hallaba casi ciego y la figura que ostentaba se asemejaba más a un
antiquísimo árbol de hondas raíces en un suelo íngrimo que a un honorable
anciano. Se movía con dificultad, la respiración parecía quedarse suspensa con
continuos ataques de tos, pero, pese a todo esto, su forma de hablar y mover
las manos durante las conversaciones rebelaban destellos de una lucidez y
agilidad sorprendentes. Además de eso, Câmara pertenecía a la orden de los
dominicos, los llamados “perros de Dios”, mientras que mi padre era miembro de
la honrosa clase de los frailes jerónimos.
Pero al entrar en aquella alcoba, de
dónde provenía el olor dulce y refrescante de una primavera en flor, Luís de
Ataíde pronto se olvidó de sus rabias y sinsabores. No solamente se hallaba en
el recinto el ignominioso Câmara, sino también un círculo de hombres, casi
todos sacerdotes y por detrás de estos, los parientes más cercanos de la
difunta: su padre Bartolomeo, la madre Beatriz Mendes y la hija más joven de la
pareja, la pequeña Leonor.
Aunque Luís de Ataíde era
sobradamente conocido, nadie en la habitación pareció percatarse de su
presencia. Esto le causó un leve incomodó. A final hasta un hombre santo como
mi padre tenía derecho al ego proprio de uno de los lisbonenses más conocidos
de la ciudad. De hecho, todos le apabullaban un halo de santidad que, según sus
defensores, parecía pairar sobre su cabeza, tal cual un santo de altar. Eso
porque desconocían los sentimientos heréticos que su corazón albergaba y los
pensamientos que se apoderaban de su mente durante las horas aparentemente
tediosas, pasadas en la ventanita de tablas carcomidas de su pequeña habitación
que daba hacia el Tajo.
“¿Qué ha pasado para que me
hubieseis llamado?”, preguntó el fraile, más audible para que todos se volteasen
y se dieran cuenta de que él había llegado.
Entonces, uno por uno se abrieron
espacio de manera a que Luis de Ataíde pudiese entrar en el círculo. Lo que él vio
lo sorprendió.
Una cama de madera, finamente
tallada en palo Brasil, soportaba el cuerpo de la bella Isabel Boaventura; la
cual vestía de blanco, con una expresión límpida e asombrosa. Por encima del
vientre y al lado de los brazos y piernas, incontables pétalos de geranios rojos
yacían con ella en un ambiente diáfano. “Estaba blanca como la luna llena y
esplendorosamente bella”, me lo dijo ese mismo día Luís de Ataíde al platicar
conmigo antes de acostarse. Por algunos instantes mi padre la consideró más
linda muerta que viva. ¡Qué sacrilegio! ¿Cuántos de los presentes sabrían la
verdad sobre Isabel Boaventura?; sobre su amor secreto, esa relación prohibida
que había mantenido por algún tiempo con don Sebastián, el rey de Portugal.
Sin querer los ojos de mi padre se
habían aguado con algunas lágrimas que insistían asomarse a sus dos ojos
marrones. Era injusto, y mucho más inmerecido esa muerte a manos de algún secuaz,
de una manera que revelaba una gran dosis de crueldad y hechicería.
“Es obra del demonio”, dijo fray Câmara,
entre dientes y persignándose.
Todos asentaron las cabezas, menos fray
Luis de Ataíde que se mantenía con la postura erecta y su mano derecha apoyada
en el bastón que traía. Bartolomeo lo miraba de reojo, con la esperanza de que
la opinión del sacerdote fuera a cambiar el posible destino que aguardaría el
cadáver de su hija; sería irrespetuosamente quemado y sus cenizas volcadas al
rio como solía suceder a los cuerpos supuestamente demonizados que caían en
manos de la Inquisición.
“Siempre habéis pensado que todo lo
que pasa en este reino es culpa del diablo”, le contestó mi padre en forma de
reprimenda.
Ahora todos dirigían las miradas a
su figura. Fray Câmara también se sorprendió; era como si Ataíde lo retase con
palabras ácidas. Esta actitud podría ser aún más dilacerante que una espada
toledana en pleno duelo.
“Creo que vuestra merced no ha
entendido lo que ha sucedido aquí; cosa que no me extraña del todo, desde hace
tiempo que percibo una renuencia de vuestra parte en comprender la verdadera
naturaleza de todas estas desgracias que aquejan a nuestro reino”, contestó Câmara.
“Estimado compañero, lo he entendido
muy bien: alguien ha entrado en esta alcoba y le ha hundido un puñal en el
vientre de doña Isabel Boaventura; es decir, hay un asesino suelto en las
calles de Lisboa”.
“Y ¿dónde se ha visto que la sangre
se convierta en pétalos de geranios rojos? Y además de eso, ¿dónde se ha visto
que haya geranios en esta época del año?”, preguntó un hombre de jubón
aterciopelado y gorro emplumado.
“Recordad el milagro de las rosas de
la reina Santa Isabel…”, dijo alguien del grupo con una voz ronca. “Hubo rosas
en pleno invierno…”
Un rastro de rumores y palabras
entredichas recorrieron el ambiente, mientras Luis de Ataíde aún seguía retando
a todos con la mirada. Una madre de ojos enrojecidos por las lágrimas, sollozaba
bajito cercana a la puerta, una niña de pelo oscuro miraba a todos con una
mezcla de asombro y tristeza mientras Bartolomeo se mantenía taciturno en uno
de los rincones. Era una situación muy dolorosa, hace tan solo algunos meses el
tribunal del Santo Oficio lo había liberado por órdenes expresas del propio rey
don Sebastián; había sido encarcelado porque sencillamente había podido
transformar un pequeño escarabajo en oro puro, y con ese hecho se había
convertido en el primer alquimista de conocimiento público de toda Lisboa.
De hecho, fueron muchas las veces en
las cuales Luis de Ataíde le había aconsejado a que se dejase de esas
experiencias y manías de querer convertir hasta el alma de cualquier ser
viviente en ese metal precioso. Sin embargo, ahora, con la insólita muerte de
su hija, la reputación de la familia volvía a ser mancillada.
“Es hora que hagamos algo”,
prorrumpió Câmara. “En mi opinión, los Boaventura debieran estar nuevamente
presos en los Estaus; ya basta de
brujerías, judaísmo y pactos con el demonio”.
“Fray Luis, con estas evidencias me
imagino que vuestra señoría no tendrá argumentos”, dijo un sacerdote de aspecto
grave, de hábito pardo, que exhibía rotos en la tela y emanaba un insoportable
olor a sudor.
Luis de Ataíde seguía callado. La
muerte de Isabel Boaventura era por supuesto una estocada fuerte que hería su
portentosa y habitual capacidad de argumentación. En este caso, sólo la palabra
del rey podría salvar a los Boaventura de la desgracia.
Pero ¿sabrá el rey de la muerte de
su amante?
Entonces mientras todos discutían el
caso de la muchacha, de aquella muerte injusta y crudelísima, Luis de Ataíde
empezó a inspeccionar con su mirada de águila cada rincón de la alcoba. A pesar
de que Bartolomeo hubiese enriquecido con el comercio de zapatos, los muebles
de la casa aparentaban rusticidad y sencillez. Un pequeño baúl yacía al lado de
una ventana, una billa de barro oscuro permanecía en el suelo y detrás de ella,
una pequeña mesa de pino y un banquito de tres piernas captaban la atención de
mi padre. Era un detalle portentoso, tratándose de la alcoba de una mozuela y
aparentemente sin cualquier tipo de instrucción, pero extrañamente ninguno de
los presentes había sido capaz de fijar su atención en estos dos muebles y mucho
menos en otros detalles más: dos hojas de papel amarillento seguían sobre la
mesa mientras que una pluma, en vez de estar en su respectivo tintero, se
hallaba encima de una de ellas. Una mancha negra empapaba, en forma de gota, la
superficie áspera del papel. “Aún está fresca”, pensó Luis de Ataíde. Para él,
más claro no cantaba un gallo: Isabel Boaventura había estado escribiendo una
carta momentos antes de ser asesinada; entonces aparentando consternación, el
fraile empezó a acompañar los presentes en un rezo que uno de los sacerdotes
había empezado a recitar. En realidad, deseaba sumergirse en sus cavilaciones,
procurando ligar las piezas desavenidas de aquel caso que ensombrecería a
Lisboa durante aquel año de 1572.
¿Qué habría escrito Isabel antes de morir? Y
lo más importante de todo, ¿a quién se destinaba la carta? Si tan sólo pudiese
desvelar el enigma, tal vez lograse descubrir a la persona involucrada en el
crimen. Sin pensarlo dos veces, una figura siniestra cruzó los estrados de su
mente. En toda Lisboa únicamente un personaje estaría en capacidad de ayudarlo.
Mientras mi padre reflexionaba con sus
ojos diminutos y casi encerrados en sus párpados caídos y envejecidos, los
cuales parecían nuevamente brillar de astucia, su cuerpo permanecía incólume,
al lado de una virgencita tallada en madera indiana. De súbito, el fraile halló
un objeto extraño; disimuladamente se acercó y al detallarlo mejor encontró a una
pequeña piedra, en forma de media luna, brillante, incandescente, de color
blanquecino, que por su proximidad a la ventana, no lograba revelar la
brillantez que emanaba. El primer impulso de mi padre fue persignarse, pero si
lo hacía, los demás en la alcoba se darían cuenta de aquel detalle
sorprendente. Entonces Luis de Ataíde puso el pie derecho sobre la piedra y
allí se sostuvo hasta que la mente le brindara una solución de cómo llevársela.
Y mientras iba sumando puntos,
restando otros y metiéndose con elementos de sus más lejanos recuerdos y
vivencias, todo con la piadosa finalidad de librar aquellos judíos malparidos,
que yo, Diogo de Ataíde, más tarde llegaría a saber que eran mis parientes, un
viento fuerte sacudió la casa al punto de que la gente creyó que un cataclismo
se estaba abarrotando sobre la Lisboa de las siete colinas. Entonces las tablas
de la ventana se estiraron hacia tras hasta golpear duramente las paredes de la
alcoba. Todos se sobresaltaron, y hubo unos cuantos que cayeron de rodillas
persignándose incontables veces y murmurando plegarias que se volvían mudas con
el silbido de la fuerte brisa.
Y fue de esa manera, que lo
inesperado sucedió: las sábanas sobre las cuales reposaba el cuerpo de la bella
Isabel se fueron, poco a poco, levantando del lecho, y juntamente con ellas su cadáver
frio y sonriente. Los rojos pétalos de geranio comenzaban a caer al piso y
encima de los presentes mientras el bulto subía y subía en el espacio.
Mi padre solía contarme que uno de
los diminutos pétalos voló hacia él y con la fuerza del viento se le había pegado
al pecho, precisamente a la altura del corazón.
Entonces para seguir yo con este
cuento, que vuestras mercedes seguramente juzgarán mentira, pero que es la más
pura verdad pues la comparo yo con las aguas cristalinas del más puro
manantial; dejadme deciros que Isabel, acostada sobre aquellas inmaculadas
sábanas, salió por la ventana, subió por el vacuo infinito de ese cielo lisbonense
plomizo de un lluvioso abril, hasta revolotear por toda la inmensidad, mientras
una infinita hueste de pétalos seguía cayendo al piso, otros volaban por Lisboa
como minúsculos insectos rojizos en bandadas; y la muchedumbre que desde abajo contemplaba a
Isabel, corría por las calles y callejuelas en el afán por coger aquellos
pequeñísimos retazos color carmesí, extraños y perfumados.
De hecho, fray Luis de Ataíde fue el
único que se asomó a la ventana en el intento por ver qué sucedería a Isabel. ¿Hacia
dónde deseaba ir “la muerta”? Y desde aquella casa, de la cual se avistaba el
Tajo, mi padre observó, con sus ojos bien abiertos de espanto, el momento en el
cual Isabel fue llevada por la brisa hacia bien arriba del río y lentamente fue
cayendo en la corriente del Tajo hasta hundirse majestuosamente y desaparecer
de la vista humana.
Después todo fue silencio, un
silencio con olor a soledad, triste y pintado de gris. Aunque no fuese hora de
que sonaran las campanas, pasado algunos instantes el aire de Lisboa había sido
inundado por el sonido estridente de las iglesias. No había pasado ni siquiera
una hora cuando los sacerdotes empezaron a llamar al arrepentimiento a la
multitud religiosa y cristiana; era necesario confesarse piamente, darse golpes
de pecho, prenderle a los santos legiones de velas y alejarse del Tajo.
“¡Hay que hacer algo ya!”, dijo fray
Câmara, contundente y recomponiéndose el hábito, mirando a dos mozuelos con
aires y rasgos mercenarios que allí lo habían acompañado desde el Palacio de
los Estaus, “Vigilad para que estos marranos no se escapen. De esta vez estos
malditos hijos de Belcebú no podrán huir”.
Fray Luís de Ataíde no dijo nada, se
limitó a apoyarse en su bastón, dio unos pasos hacia el pasillo, bajó
lentamente las escaleras y se marchó a su casa. Sabía que solamente hasta aquel
momento podría lograr que su labia hiciera milagros.
Entonces, a fuerza de bastonazos
hincados en el suelo de Lisboa, fray
Luis de Ataíde fue caminando, entró en su casa, no dijo ni buenas tardes o cosa
que se le pareciese, y se acostó en su jergón con la mente en blanco y
esperando una revelación del más allá. En la faltriquera de su hábito estaba la
piedra enigmática, otro vestigio más de aquel extraño incidente.
Pero, tras haber dormido, la noticia
le llegó como un tobo de agua helada. Al día siguiente tres mujeres habían sido
quemadas vivas, acusadas por la chusma de brujerías y pactos con Satanás. Un
grupo de hombres y mujeres las habían llevado hacia las afueras de las
murallas, en el lado oriental de Lisboa, y con unas pocas ramas secas de olivo
habían improvisado una estaca y una hoguera. Sin derecho a cualquier defensa y
con el complaciente beneplácito de las autoridades del burgo, es decir del
clero y de la hidalguía más supersticiosa, las tres mujeres expiraron gritos
desgarrados hasta convertirse en carbón. Luego, cuando las cenizas se enfriaron,
los más supersticiosos llenaron las manos de los pordioseros con limosnas para
que éstos se encargaran de esparcirlas en el rio.
La cacería de brujas había empezado
y antes de que el sol se acostara por debajo de la línea del Tajo, Luís de
Ataíde se dirigió a la Casa de los Bicos
donde moraba el pérfido Caballero de la Capa Negra, don Brás de Albuquerque. Extrañamente
éste, ahora, lo podría ayudar…
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